Los amores de Afrodita

La promesa bajo el velo del alba

El Olimpo despertaba en silencio. Los rayos del amanecer apenas rozaban los pétalos de loto que flotaban en las fuentes sagradas. Dentro del templo de mármol, Afrodita yacía sobre un lecho de lino blanco. Su respiración era suave, y su cuerpo temblaba entre el dolor y la luz.

Las ninfas la rodeaban, cantando antiguos himnos que solo las diosas conocían. Entre ellas, Aglauro sostenía su mano con ternura, limpiando con un paño húmedo el sudor que corría por su frente.

El aire se volvió denso, el tiempo pareció detenerse. Entonces, un llanto nuevo rompió el silencio: el hijo de Afrodita había nacido. Su cabello oscuro brillaba como la noche, y sus ojos, verdes como el rocío sobre el olivo, miraban el mundo por primera vez.

Aglauro sonrió, maravillada. “Tus ojos son los del mar profundo cuando guarda un secreto”, susurró. Afrodita, exhausta, lo sostuvo contra su pecho, sintiendo un amor que la traspasaba más allá de lo divino.
Aquel niño no era hijo de Ares —su espíritu pertenecía a otra fuerza, más antigua, más misteriosa—, pero nadie en el Olimpo lo sabría aún.

Pasaron apenas unos días de calma. Las flores seguían brotando y el canto de las ninfas resonaba por los jardines cuando, una noche, el dolor visitó a Aglauro. Un fuego invisible la consumía desde dentro, como si su alma ardiera entre el cielo y la tierra.

Afrodita corrió a su lado, sosteniéndola entre sus brazos. “Resiste, hermana, los dioses no te abandonarán.” Pero Aglauro apenas podía hablar; su voz era un hilo que se desvanecía.

El llanto de un niño llenó el aire: el hijo de Aglauro había nacido, tan hermoso como su madre, con cabellos dorados y ojos azules como el fondo del mar. Afrodita colocó al bebé junto a ella, y Aglauro, con el último destello de vida, lo acarició con ternura.

—Cuídalo… —susurró entre lágrimas—. Cuídalo como si fuera tuyo.

Afrodita negó con el alma temblando.
—No digas eso, vivirás… vivirás para verlo crecer.

Pero los ojos de Aglauro ya se apagaban, reflejando el brillo suave de las estrellas que descendían sobre su rostro. Una sonrisa leve quedó grabada en sus labios, y el aire del templo se llenó de un aroma a flores marchitas.

Afrodita la abrazó llorando, sintiendo el calor de la vida abandonarla en sus brazos.
El hijo de Aglauro dormía, ajeno a la tragedia, con una paz que solo tienen los inocentes.

Esa noche, Afrodita juró ante las ninfas y los dioses que cuidaría de aquel niño como si la sangre los uniera.
Y el Olimpo guardó su promesa en silencio, mientras dos vidas —una nacida de la luz, otra de la pena— entrelazaban su destino para siempre.




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