Los amores de Afrodita

El presagio del oráculo

El aire del Olimpo amaneció cubierto por un velo gris. Las ninfas se reunieron al pie del templo donde el cuerpo de Aglauro reposaba rodeado de lirios y hojas de olivo. Su piel parecía hecha de luna, su rostro sereno, como si hubiera cruzado el umbral de los dioses sin miedo.

Afrodita, con los ojos enrojecidos, sostenía entre sus brazos al pequeño de cabellos dorados. A su lado dormía su propio hijo, el de los ojos verdes, ambos envueltos en mantos tejidos por las mismas ninfas que ahora entonaban el Canto de Despedida:

“Del mar naciste, del fuego partiste,
alma pura que a la brisa confías.
Que las aguas guarden tu nombre
y el viento te devuelva al día.”

Las palabras resonaron entre las columnas doradas. Incluso el cielo pareció inclinarse sobre el Olimpo; el trueno lejano marcó un silencio que nadie se atrevió a romper.

Fue entonces cuando el aire se tornó denso y el fuego del altar se alzó con fuerza. Entre las llamas apareció una figura cubierta con un velo de hilos dorados. Era la Pitia, el oráculo de Delfos, enviada por voluntad de Zeus. Su voz era grave, resonante, como si hablara a través de los siglos:

—El equilibrio ha sido roto.
Dos vidas nacieron bajo el mismo manto del dolor y la belleza.
Uno de ellos traerá la calma a los hombres, el otro la guerra a los cielos.
De la risa y el llanto de estos hijos nacerá la fuerza que moverá los corazones de los dioses._

Las ninfas se inclinaron, temerosas. Afrodita apretó a los niños contra su pecho, sin entender del todo.

La voz del oráculo continuó:

—El de ojos verdes será llamado Deimos, hijo del temor y guardián de los corazones perdidos.
El de ojos azules será Fobos, hijo del fuego y portador de la furia divina.
Ambos marcarán el destino de los dioses y de los hombres.
Donde uno derrame compasión, el otro encenderá la guerra.

Un viento helado recorrió el templo, apagando las antorchas una por una. Solo quedó la luz del amanecer reflejada en los rostros de los niños, que dormían ajenos a las palabras del destino.

La Pitia bajó su velo y sus ojos, cubiertos por un brillo blanco, se clavaron en Afrodita:

—Cuídalos, diosa nacida del mar. Ellos son la promesa y la condena del Olimpo.

Y tras decirlo, desapareció entre un remolino de bruma, dejando tras de sí un eco que pareció quedar suspendido en el aire:

“Donde hay amor, también nacerá el miedo.”

Las ninfas se miraron en silencio. Afrodita, temblando, besó las frentes de los niños y susurró una oración que solo los dioses podían oír.
Aquel día, el Olimpo guardó su respiro.
Habían nacido los gemelos del destino.




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