Los amores de Afrodita

Los hijos del silencio

El Olimpo amanecía cada día envuelto en nubes de oro. Entre los jardines colgantes y los ríos de néctar, Afrodita caminaba con paso leve, siempre con los niños entre sus brazos. Habían pasado dos años desde aquel día en que la profecía fue pronunciada, y desde entonces, la diosa había aprendido a vivir en las sombras del esplendor divino.

Sus días eran simples, casi humanos. Despertaba con el canto de las ninfas y salía al jardín donde las flores parecían abrirse al paso de los pequeños. Deimos, de ojos verdes profundos, observaba todo con una calma extraña, como si comprendiera más de lo que podía decir. Fobos, en cambio, era inquieto; su risa resonaba entre las columnas, su energía iluminaba incluso los rincones donde el sol no llegaba.

A veces, Afrodita se sentaba bajo el gran árbol de olivo y los veía jugar. Los dos balbuceaban palabras dulces, entre ellas una que se repetía en su corazón como un eco de consuelo:

—Mamá… mamá…

Cada vez que la oía, Afrodita sonreía con lágrimas en los ojos. Aquella palabra la mantenía viva.

Desde el nacimiento de los niños, había decidido mantenerse al margen de los banquetes y los juicios del Olimpo. Evitaba las miradas de los dioses, especialmente las de Hera, cuya desconfianza podía sentirse incluso a través del aire. Nadie sabía con certeza quién era el padre de los pequeños, y Afrodita jamás lo mencionaba.

Solo las ninfas más cercanas —Cloris, Eufeme y Talía— compartían su secreto. Ellas la ayudaban a cuidar a los gemelos, trayendo frutas y miel, bañándolos en aguas puras del monte Ida y tejiendo mantos suaves como el rocío.

Pero Afrodita sabía que la calma no duraría. En las noches, cuando el Olimpo dormía, se despertaba sobresaltada por sueños confusos: veía fuego sobre el mar, escuchaba llantos mezclados con risas, y una voz antigua susurrando:
“Donde hay amor, también nacerá el miedo.”

Entonces abrazaba a sus hijos, los cubría con su manto carmín y murmuraba una oración:

—Nadie los tocará… mientras yo respire.

Los niños crecían fuertes, hermosos, diferentes a todos los demás. Sus risas llenaban el aire, y aun los pájaros descendían a mirarlos. Los dioses los observaban desde lejos, con curiosidad y recelo.

Ares, que nunca había hablado del tema, los miraba a veces desde los balcones del templo, con ese gesto severo que no dejaba ver si sentía orgullo o rencor. Zeus fingía indiferencia, pero el oráculo seguía en su mente, como una espina en el destino del Olimpo.

Y Afrodita, entre tanto, vivía en el silencio, escondiendo su amor, protegiendo su pequeño mundo con la fuerza de una madre y la fragilidad de una diosa que ya había amado y perdido.




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