Los amores de Afrodita

El aliento de los dioses

El sol caía sobre los ríos del Olimpo cuando Afrodita, agotada de su jornada, lavaba los ropajes de sus hijos. El murmullo del agua era su refugio, un susurro que la mantenía lejos del ruido de los dioses. Sus pies desnudos rozaban la corriente, su piel pálida reflejaba los tonos dorados del crepúsculo.

Mientras frotaba las telas en las piedras, sintió una presencia. Una mirada invisible se posaba sobre ella. Levantó el rostro, inquieta, y vio entre las ramas un cuervo blanco que la observaba con ojos dorados. Nunca había visto tal criatura.
—Qué bello eres… —murmuró sin temor, maravillada.

El ave agitó sus alas y el aire se volvió denso. Un relámpago cruzó el cielo, y del resplandor emergió Zeus, el rey de los dioses. Su figura era majestuosa: músculos de mármol, barba dorada, mirada intensa. Afrodita dio un paso atrás, con el corazón palpitando.
—Mi señor…

Zeus sonrió, y su voz retumbó como el trueno.
—No temas, nacida del mar. El Olimpo tiene muchas joyas, pero ninguna como tú.

Sin aviso, la tomó del brazo. Afrodita forcejeó, su respiración se quebró en un sollozo.
—Suéltame —suplicó—. No entiendo tus palabras…

El dios la sostuvo con fuerza. El deseo y la soberbia nublaron su juicio, pero en ese instante, algo antiguo despertó en Afrodita. Desde lo más profundo de su ser, una energía fría y vibrante la recorrió. El aire se tornó espeso, la hierba marchitó bajo sus pies.

Zeus sintió cómo la vida misma lo abandonaba.
Su piel se tornó pálida, sus cabellos dorados se blanquearon ante sus ojos incrédulos.

Afrodita lo miró, con la voz quebrada por la furia:
—No me toques. No lo vuelvas a hacer.

Zeus retrocedió, tambaleante, sintiendo que su corazón apenas latía.
—¿Qué… qué eres tú? —murmuró, aterrorizado.

El viento se arremolinó alrededor de ella. Afrodita, aún temblando, no comprendía del todo su poder, pero sabía que había tocado la esencia de la vida y la muerte. Sus manos resplandecían con un brillo oscuro, profundo, que emanaba calor y vacío a la vez.

Zeus cayó de rodillas.
—Te lo juro por los cielos —dijo con la voz temblorosa—, no volveré a tocarte. Nadie lo hará sin tu consentimiento.

El eco de sus palabras se mezcló con el rumor del río.
Afrodita bajó la mirada; sus ojos ahora brillaban con un resplandor distinto, la misma energía que emanaba del inframundo. Zeus la contempló, reconociendo aquel poder que solo su hermano Hades poseía: el don de arrebatar o devolver la vida.

En silencio, Zeus se transformó nuevamente en el cuervo blanco y desapareció entre las nubes.

Afrodita permaneció en la orilla, con las lágrimas resbalando por sus mejillas. Tocó el agua, y donde antes todo había marchitado, las flores volvieron a abrirse.
—Vida o muerte… —susurró—. Soy ambas.

Esa noche, el Olimpo tembló sin tormenta.
Y desde entonces, los dioses supieron que la hija del mar no debía ser provocada, porque en su toque dormía la misma fuerza que alimenta el alma… o la consume.
El Olimpo dormía.
Solo las antorchas encendidas junto a los templos mantenían viva la ilusión de que el cielo seguía vigilando a los hombres.
En medio de ese silencio divino, Zeus ascendía lentamente por las escalinatas, envuelto en sombras, con los pies pesados y el orgullo herido.

Nadie lo vio llegar.
Ni los centinelas, ni las ninfas del aire, ni los pequeños dioses que custodiaban las puertas de mármol.
Solo Hera, su eterna esposa, sintió el cambio en el viento: el aire se había vuelto más frío, menos dorado.
Salió a su encuentro y, al verlo, su corazón se encogió.

—¿Qué te ha ocurrido, señor de los cielos? —preguntó, deteniendo su paso.
Los rizos dorados de Zeus habían perdido el brillo del sol. Ahora eran blancos como la escarcha, y su mirada, antes altiva, se ocultaba bajo el peso de una vergüenza silenciosa.

Zeus no respondió al instante.
Se limitó a mirar el horizonte, fingiendo cansancio.
—He discutido con Afrodita —dijo al fin, midiendo cada palabra—.
La muchacha se negó a casarse con uno de mis hijos, y en su ira me arrebató el oro del cabello.

Hera lo observó en silencio, con la desconfianza del amor antiguo.
Sabía que su esposo no era un dios que se dejara humillar fácilmente, y menos por una recién llegada al Olimpo.
—¿Una simple discusión? —repitió con voz baja y cortante—.
¿Y por eso vuelves transformado, temblando como un mortal?

Zeus apretó los dientes.
—No lo entiendes, Hera —respondió, sin mirarla—. No hables más de ella.
Su poder no pertenece al mar ni al viento. Es… diferente.
Tiene en sí el aliento de los dioses antiguos, el mismo que habita en Hades.
Puede devolver la vida o arrebatarla, y no hay fuerza en el Olimpo que iguale eso.

Hera frunció el ceño.
—¿Comparas a esa criatura con el señor del Inframundo? —increpó, ofendida.

—La comparo con la vida y la muerte mismas —replicó Zeus con voz grave—.
Si alguna vez deseas conservar la paz en el Olimpo, no la provoques.
Déjala ser.

El silencio se hizo espeso entre ambos.
Zeus siguió su camino hacia sus aposentos, con el peso de una promesa no dicha.
Hera lo miró alejarse, sintiendo que las estrellas parpadeaban distinto aquella noche, como si una nueva fuerza se hubiese despertado entre los dioses.

Desde entonces, ninguno volvió a hablar de lo ocurrido.
Pero los ecos del Olimpo sabían la verdad:
El rey del trueno había probado el poder del aliento divino, y su propio tiempo de gloria comenzaba a desvanecerse.




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