Los amores de Afrodita

El dios cubierto de sangre

El aire era denso, saturado del olor a hierro y muerte.
El campo de batalla aún gemía con los ecos del combate, y los heridos yacían tendidos por doquier.
Afrodita descendió con sus ninfas, portando agua y vendas, su presencia traía consigo un suspiro de calma entre tanto dolor.

Sus pasos eran ligeros, casi etéreos, y allí donde caminaba, los gemidos se transformaban en silencio.
Las ninfas curaban, lavaban, y derramaban bálsamos sobre los cuerpos, pero algo llamó la atención de Afrodita.

A un costado del campamento, yacía un hombre cubierto de sangre.
Nadie se atrevía a acercarse.
Su cuerpo, poderoso y ensangrentado, emanaba una energía temible, casi salvaje.
Los demás lo rodeaban con temor, como si el mismo aire se rehusara a tocarlo.

Afrodita frunció el ceño.
Sintió una oleada de compasión mezclada con una fuerza interior que la impulsó a caminar hacia él.
El murmullo de los soldados se alzó como una brisa de incredulidad.
—¿A dónde va? —susurraban.
—¿No ve quién es? —decían otros.

Pero ella no escuchó nada.
Solo avanzó, tranquila, con la mirada serena, mientras el viento agitaba sus cabellos y las ninfas, temerosas, se detenían a mitad del camino.

Cuando llegó junto al guerrero, el silencio se hizo absoluto.
Se arrodilló lentamente a su lado.
El hombre parecía dormido o muerto.
Afrodita extendió su mano y lo tomó de la suya.

Entonces, él abrió los ojos.
Un par de ojos profundos, oscuros como la guerra misma, la miraron con sorpresa —o quizá desconcierto— de que alguien osara despertarlo.

Ella, ajena a su identidad, habló con voz suave y firme:
—No temas. Te ayudaré.

El hombre no respondió, pero su respiración se volvió más pesada.
Afrodita examinó su hombro y descubrió una herida abierta.
Tomó un paño húmedo con olor a hierbas y limpió la sangre con movimientos lentos y precisos.
Su toque era tan delicado que parecía que el mismo viento la seguía.

Posó su mano sobre la herida.
El hombre sintió una calidez recorrer su piel, un calor que no era poder ni fuego… sino algo más profundo, más humano.
El dolor desapareció.

Ella, con la mirada concentrada, comenzó a limpiar su rostro y su pecho, lentamente, con una devoción casi religiosa.
Él permaneció inmóvil.
Por un instante sintió que algo extraño se agitaba en su interior: una sensación desconocida, una calma que jamás había sentido en medio de la guerra.

Afrodita lo miró detenidamente.
—No veo más heridas en tu pecho —dijo suavemente, tomando su mandíbula para observarlo mejor—. ¿De dónde viene toda esta sangre?

El guerrero apartó su mano bruscamente, recuperando su tono altivo.
—No es mi sangre —respondió con desdén.

Se incorporó de un salto, su mirada ardía de orgullo.
Sin una palabra más, dio media vuelta y se alejó.

Afrodita lo observó con el ceño fruncido, la respiración aún agitada.
—Qué maleducado —murmuró con desprecio—. Tanto ruido por alguien que no sabe agradecer una caricia.

Una de las ninfas, aún asombrada, se acercó corriendo y le susurró:
—¿Sabes quién era ese?

Afrodita negó con la cabeza.
—No, pero es un insolente.

La ninfa bajó la voz.
—Ese… era Ares, el dios de la guerra.

Afrodita alzó una ceja y suspiró con ironía.
—¿Ah, sí? Pues no me parece tan fiero. Solo un maleducado con demasiada sangre ajena encima.

Y mientras las ninfas reían nerviosas, Afrodita regresó a su tarea.
Pero en su mente, el recuerdo de aquellos ojos oscuros la perseguía, como el eco de un trueno que se niega a apagarse.




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