Los amores de Afrodita

Sombras y miradas

Desde aquel día en el campamento, algo cambió en Afrodita.
No comprendía por qué, pero desde entonces, sentía una presencia que la seguía sin seguirla.
Ares no era un dios de palabras, y mucho menos de gestos suaves.
Sin embargo, desde el instante en que ella posó sus manos sobre su piel y lo curó, su figura comenzó a aparecer con más frecuencia a su alrededor.

No era que él la buscara…
Era como si el destino se encargara de cruzar sus caminos.

Lo veía en los banquetes del Olimpo, de pie junto al trono de Zeus, observándola con esa mirada que parecía medir el pulso del alma.
Lo veía cuando paseaba por los campos recogiendo hierbas o manzanas silvestres, y sin entender cómo, su silueta siempre aparecía entre los árboles, como una sombra distante.
A veces lo hallaba en las reuniones de los dioses, en las discusiones sobre guerras y pactos; su voz grave resonaba, y aun sin mirarlo, podía sentir cuando sus ojos se posaban en ella.

Afrodita comenzó a notarlo cada vez más.
Antes, la presencia de Ares pasaba inadvertida entre las voces del Olimpo; ahora, en cambio, su energía era tan fuerte que parecía vibrar en el aire.
No sabía si era curiosidad o inquietud, pero cada vez que él estaba cerca, su respiración cambiaba, y su corazón, siempre sereno, se alteraba como el agua bajo el viento.

Y, sin embargo, cada vez que sus miradas se cruzaban, ella era la primera en apartar los ojos.
Disimulaba, fingía buscar otra cosa, hablar con otra ninfa, o mirar al horizonte, aunque en el fondo sabía que era inútil.
Porque ya lo había notado.
Ya no podía ignorar su presencia.

Ares, por su parte, permanecía en silencio.
No la llamaba, no se acercaba, pero su sola mirada era un roce.
Y Afrodita, sin saber por qué, comenzó a esperarlo.




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