Los amores de Afrodita

El fuego que no quema

Ares permaneció inmóvil dentro del agua, escuchando el eco de los pasos de Afrodita perderse entre las columnas.
El vapor seguía ascendiendo, pero de pronto el baño le pareció vacío, frío, como si con ella se hubiera ido todo el calor.

Apoyó los codos en el borde de mármol y se cubrió el rostro con las manos, intentando borrar de su mente la imagen de su piel resplandeciendo entre el vapor.
Su respiración se hizo más pesada.

«¿Qué clase de bruja eres, mujer?» —murmuró con voz baja, apenas audible.

Había visto a muchas diosas y mortales. Había conquistado reinos, enfrentado monstruos, y sin embargo, esa mujer —tan frágil en apariencia— lo había dejado sin palabras, sin dominio de sí mismo.

Recordó sus propios hombres en el campo de batalla, cómo temblaban ante su presencia. Él era el dios del valor, el furor, la destrucción.
Y sin embargo, ante Afrodita, sintió algo que nunca había sentido: vulnerabilidad.

Se levantó del agua, dejando que el líquido escurriera sobre su cuerpo como si quisiera arrancarse aquella sensación.
Pero no pudo.
La imagen de ella seguía allí: la mirada altiva, el temblor apenas visible en sus labios, la forma en que su voz no titubeó cuando le enfrentó.

«No tiene miedo», pensó. «Y eso la hace peligrosa».

Tomó su capa carmesí, la misma con la que años atrás cubrió aquel cuerpo tembloroso encontrado en la orilla del mar.
No entendía por qué aún la conservaba.
Quizás porque, desde ese día, algo dentro de él había cambiado, aunque lo negara.

Ares salió del baño con el ceño fruncido, el pecho agitado y una certeza que lo inquietaba:
no era él quien estaba cazando.
Era él quien había sido marcado.




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