Los amores de Afrodita

Las miradas del banquete

El Olimpo resplandecía aquella noche.
Las antorchas iluminaban los muros dorados y las copas de vino rebosaban en manos de los dioses.
Zeus, en el centro del salón, reía estruendosamente, fingiendo una calma que no sentía; Hera observaba con desdén desde su trono, mientras las musas entonaban melodías suaves que hacían danzar la luz entre los rostros.

Afrodita llegó en silencio, como siempre.
Llevaba un vestido de lino blanco, sencillo, casi humilde, pero su andar tenía una gracia que ningún adorno podía igualar.
Las ninfas la siguieron a cierta distancia, susurrando con curiosidad.

Ares ya estaba allí.
Apoyado contra una columna, con la mirada perdida entre el bullicio, una copa en la mano y la otra descansando sobre la empuñadura de su espada.
Parecía ajeno a todo, pero en realidad la esperaba.

Cuando ella entró, él lo supo.
No necesitó verla directamente; su presencia se sintió como un cambio en el aire, como si el mundo entero respirara distinto.
Ares levantó la vista.
Ella lo ignoró, o al menos eso intentó.
Pasó frente a él con la cabeza alta, sin mirarlo, pero el roce sutil de sus túnicas bastó para encenderle la sangre.

—Vaya... —murmuró él con voz apenas audible— la dama de los baños se digna a aparecer.

Ella lo escuchó.
No respondió.
Solo giró su rostro con una sonrisa mínima, tan serena que lo enfureció más.

Ares dio un paso hacia ella, pero Hera lo interceptó con una mirada fría.
El dios contuvo el impulso, tensando la mandíbula.
Sabía que si daba un paso más, los rumores llenarían el Olimpo antes del amanecer.

Afrodita tomó asiento junto a las ninfas y fingió escuchar sus risas, aunque su mente estaba lejos.
Sintió su mirada clavada en ella, intensa, inquebrantable.
Por primera vez desde que llegó al Olimpo, no supo si quería huir o quedarse.

Las horas pasaron, los dioses se embriagaron, y Ares seguía allí, observándola desde lejos como quien observa algo prohibido.
Y cuando sus miradas finalmente se cruzaron, el tiempo pareció detenerse.
El ruido del banquete se volvió un murmullo lejano.
No había palabras, solo aquel instante suspendido entre dos almas que fingían no conocerse.

Fue entonces cuando Afrodita, sin saber por qué, sonrió.
Y esa sonrisa, leve como un suspiro, fue el principio de una guerra que no se libraría con espadas, sino con miradas.
Desde aquella noche en los baños, Afrodita evitaba cruzarse con Ares. No era fácil, el Olimpo no era tan grande como para esconderse. A veces, al pasar junto a él en los pasillos del templo, sentía el roce de su mirada recorriéndola sin tocarla, y eso bastaba para alterar su pulso.
Ares, por su parte, parecía divertirse con su nerviosismo. No decía palabra, pero sus gestos hablaban por él: una media sonrisa, una inclinación leve de cabeza cuando ella pasaba, un silencio más largo de lo habitual en medio de los banquetes.

Afrodita fingía indiferencia, aunque en el fondo sabía que algo en ella había cambiado. No sabía si era curiosidad, deseo o simple desafío, pero la figura del dios de la guerra comenzaba a visitarla incluso en sueños.




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