Pasaron algunos días. Afrodita intentaba concentrarse en sus tareas, pero cada vez que lo veía, algo dentro de ella se estremecía.
Una tarde, durante una reunión convocada por Zeus en el gran salón del Olimpo, Ares llegó tarde, cubierto aún con el polvo del campo de batalla. Su presencia llenó el lugar con una fuerza casi palpable. Afrodita, sentada entre Hera y Hermes, sintió su corazón agitarse sin razón.
Ares caminó hasta su lugar y, sin disimular, pasó su mirada por ella, tan firme y directa que Afrodita tuvo que fingir que buscaba algo entre sus manos para evitar mirarlo.
Zeus notó aquel intercambio. No dijo nada, pero su ceño se frunció apenas. Era un hombre que lo veía todo, y aunque en ese momento la reunión continuó, Afrodita sintió el peso de su mirada sobre ambos.
Cuando todo terminó, Afrodita salió al jardín sagrado para respirar. El aire era fresco y el olor de las flores calmaba su mente. No se dio cuenta de que Ares la seguía hasta que escuchó sus pasos detrás.
—¿Por qué huyes siempre que me acerco? —preguntó él, con una voz grave y serena.
—No huyo —respondió sin girarse—. Solo busco no dar motivos para rumores.
—Los rumores existen con o sin motivo, diosa. —Ares se acercó un paso más—. Pero lo que siento cuando te miro no es un rumor.
Afrodita lo miró finalmente, y por un instante, el mundo se detuvo. No había guerra ni juicio ni dioses alrededor. Solo ellos dos, atrapados en algo que ninguno entendía del todo.
Ella se apartó primero, con el corazón latiendo a prisa.
—Lo que sientes no me interesa, Ares.
—Mientes —dijo él, y la sonrisa que acompañó sus palabras la dejó sin aire.
Afrodita se quedó mirándolo fijamente, con el corazón aún acelerado por la cercanía.
—¿Y qué es lo que sientes cuando me miras, Ares? —preguntó con un dejo de enojo—. ¿Acaso tú sabes lo que es sentir? Tú… que no tienes corazón.
Él frunció el ceño.
—¿Eso crees?
—Lo sé. —respondió ella, con voz temblorosa pero firme—. Eres capaz de destruir ejércitos enteros sin pestañear. No conoces la compasión, ni el amor, ni la ternura. ¿Cómo podría yo sentir algo por alguien que no tiene alma? Sería peligroso.
Ares la miró, sin ofenderse, solo con una seriedad que la desarmó.
—Eres valiente al decirlo. Nadie me habla así, diosa.
—No me interesa ser valiente, me interesa ser sincera. —respondió ella, respirando hondo—. Tengo a un niño en el Olimpo que no es mío, y sin embargo, lo cuido como si lo fuera. ¿Sabes quién es? Es tu hijo, Ares. El hijo de Aglauro… mi mejor amiga, la que murió dándolo a luz. Y tú ni siquiera te has inmutado en preguntar por él.
Ares apartó la mirada, su voz se volvió grave, casi un murmullo.
—No hables de lo que no sabes, Afrodita. Aglauro… fue un error.
—¿Un error? —repitió ella, dolida—. Una mujer muerta no es un error, Ares. Un niño huérfano no es un error.
Él dio un paso hacia ella, con los ojos cargados de un peso que pocas veces mostraba.
—La traje al Olimpo para que estuviera protegida. Quise que él tuviera algo mejor que lo que yo tuve. Pero no sé cómo ser padre. Mis propios padres me odian. ¿Cómo podría yo enseñarle lo que nunca tuve?
Hubo un silencio profundo. Afrodita lo miró, y por un instante, toda su rabia se desvaneció. Lo que vio frente a ella no fue un dios de la guerra, sino un hombre herido, solo.
—El niño no tiene la culpa de lo que tú no sabes hacer —le dijo suavemente—. Solo necesita que lo intentes. Que lo mires. Que lo reconozcas. Porque aunque no lo creas, Ares, nadie nace sabiendo amar. Se aprende.
Ares la miró con una mezcla de orgullo y vulnerabilidad.
—¿Y tú? ¿Tú me enseñarías?
Afrodita lo observó un instante, su respiración entrecortada. Luego bajó la mirada.
—Yo solo enseño a quien tiene corazón… y todavía no sé si tú lo tienes.
Dicho eso, dio media vuelta y se marchó. Ares quedó inmóvil, viéndola alejarse bajo el brillo de las antorchas, con una expresión que mezclaba desconcierto, culpa y una sensación nueva que ni él mismo podía nombrar.
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Editado: 19.11.2025