Los amores de Afrodita

El nuevo padre

El sol se filtraba entre las columnas de mármol del jardín, bañando las flores en tonos dorados. Afrodita se encontraba sentada bajo un árbol de granadas, con los dos niños jugando frente a ella.
El de ojos verdes y cabellos oscuros como la noche, era su propio hijo —vivaz, risueño y con la mirada llena de picardía. El de rizos dorados y ojos azules como el cielo de primavera, era el hijo de Aglauro… el hijo que Ares nunca había reclamado.

Afrodita los miraba con ternura. El pequeño tropezó al correr, y ella corrió a levantarlo con una sonrisa.
—No llores, mi amor. Eres fuerte, como el trueno de los dioses —susurró mientras limpiaba una diminuta herida en su rodilla.
El niño la miró, sin entender del todo sus palabras, pero con esa inocencia que desarma cualquier corazón.

Ares, oculto entre las sombras de una columna cercana, los observaba en silencio. No podía apartar la mirada del pequeño. Cada gesto, cada risa, le recordaba a algo que nunca había tenido. Su pecho, acostumbrado al peso de la armadura, se sentía ahora extrañamente ligero y oprimido a la vez.
El niño levantó un momento la vista, y sus ojos azules se cruzaron con los del dios. Ares dio un paso atrás, instintivamente, como si hubiera sido descubierto.

Afrodita giró la cabeza, presintiendo la presencia que ya empezaba a reconocer sin necesidad de verlo.
—Puedes acercarte —dijo con voz tranquila, sin levantar la mirada del pequeño.

Ares salió lentamente de las sombras. El silencio se apoderó del jardín.
—Solo venía… a asegurarme de que estén bien —dijo él, incómodo.

—Están bien —respondió Afrodita sin dureza, pero tampoco con dulzura—. Siempre lo están.

El niño rubio se escondió tras el vestido de Afrodita, mirando con curiosidad al dios.
—¿Quién es él, madre? —preguntó con inocencia.

Afrodita dudó un instante, luego lo miró con serenidad.
—Es un amigo, respondió, con un dejo de tristeza.

Ares sintió un nudo en la garganta. Dio un paso al frente, pero no supo qué decir. Solo extendió su mano con torpeza. El niño lo miró, luego miró a Afrodita en busca de aprobación. Ella asintió. El pequeño tomó la mano de Ares, y por un instante, el dios de la guerra sintió algo que no conocía: calma.

Afrodita lo observó en silencio, viendo en su mirada algo distinto. No era el Ares altivo ni el guerrero indomable; era un hombre dividido entre su orgullo y el deseo de redimirse.

—No lo apartes otra vez —dijo ella suavemente, mientras el niño corría de nuevo hacia el jardín—. No repitas con él lo que tus padres hicieron contigo.

Ares la miró, y por primera vez no tuvo palabras. Solo asintió con un leve movimiento de cabeza.
Ella volvió a sentarse bajo el árbol, los niños riendo a su alrededor. Y él, desde cierta distancia, permaneció un rato más observando aquella escena: dos niños jugando en la hierba, y una mujer cuya luz lo hacía sentir vulnerable, y al mismo tiempo… vivo.
Con el paso de los días, la presencia de Ares en el jardín de Afrodita se hizo habitual. Al principio llegaba con torpeza, fingiendo que solo pasaba a inspeccionar el lugar o a dejar informes para Zeus. Pero con el tiempo, los niños empezaron a correr hacia él apenas lo veían aparecer entre las columnas.

El pequeño de cabellos oscuros fue el primero en acercarse sin temor. Su mirada vivaz y curiosa lo desarmaba.
—¿Sabes lo que dicen los animales, señor de la guerra? —preguntó una tarde mientras Ares observaba en silencio los entrenamientos de los soldados desde lejos.

El dios lo miró con una mezcla de sorpresa y distracción.
—¿Los animales? —repitió, arqueando una ceja—. No, pequeño. No escucho sus palabras.

El niño rió con la inocencia que solo la infancia concede.
—Ellos hablan bajito, pero si sabes escuchar, entiendes.
Ares, sin saber si reír o tomarlo en serio, se inclinó un poco, bajando la voz:
—¿Y qué dicen entonces?

El niño se encogió de hombros con una sonrisa juguetona.
—Dicen cosas graciosas… “¡Huye, que ahí viene el lobo!” o “Esta fruta no está buena”. —Rió—. A veces el viento les responde, y se enojan.

Ares lo observó en silencio unos segundos. La voz del niño sonaba tan segura, tan convencida, que por un momento pensó que tal vez realmente podía escuchar algo que él no. Pero enseguida sonrió, disimulando la sensación que le provocaban aquellas palabras.
—Tienes mucha imaginación, pequeño —dijo finalmente.

El niño alzó la cabeza, con los ojos brillando de entusiasmo.
—Eso me lo dice mi madre también. Pero no es imaginación, yo los escucho. Tú no porque haces mucho ruido aquí —le señaló el pecho—. Tienes ruido adentro.
--shhh ese dice que va a llover-señalando un rincón del jardín donde apenas se asomaba un pequeño ratón, que segundos después corrió dentro de la casa.
Ares se quedó sin respuesta. Por un instante, el aire pareció detenerse.
El cielo lo dejo más sorprendido cuando a lo lejos se escuchaban las gotas caer en los tejado.
Afrodita, que estaba un poco más atrás, observaba la escena con una ligera sonrisa. No dijo nada, pero sus ojos reflejaban ternura.

Desde aquel día, Ares empezó a quedarse más tiempo. Jugaba con los niños, enseñándoles a lanzar pequeñas lanzas de madera, o los cargaba sobre sus hombros para que vieran desde lo alto los entrenamientos de los soldados.
No se daba cuenta, pero con cada risa, con cada pregunta ingenua, algo dentro de él cambiaba.
El dios que había nacido para destruir empezaba, sin entenderlo, a aprender lo que era cuidar.




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