En el Olimpo, los murmullos empezaron a correr como viento entre columnas.
Los dioses hablaban en voz baja, las ninfas cuchicheaban detrás de los jardines.
Todos sabían —aunque nadie lo mencionara en presencia de Afrodita— que Ares había tenido un hijo con Aglauro.
Era una historia que el tiempo había cubierto de silencio, hasta ahora.
Lo que despertó las lenguas no fue el pasado, sino el presente.
Ares, el dios de la guerra, el impetuoso, el indomable, ahora pasaba horas junto a dos niños.
Jugaba con ellos, los llevaba en brazos, los enseñaba a montar pequeños corceles y a lanzar piedras al río.
No solo cuidaba a Fobos, el hijo de Aglauro, sino también a Deimos, el hijo de Afrodita.
Y eso, en el Olimpo, era algo inaudito.
Los dioses no eran padres.
Engendraban, sí, pero rara vez permanecían.
Y sin embargo, ahí estaba Ares: en los jardines, en las terrazas, en los senderos donde las flores crecían junto al canto del agua.
A veces se oía su risa mezclada con las risas de los niños, y el eco subía hasta los templos.
Al principio, las conversaciones eran discretas.
—¿Has visto a Ares últimamente? —preguntaban algunas ninfas con aire travieso.
—Dicen que ahora cambia vendas y arregla juguetes —respondían entre risas contenidas.
Pero pronto las bromas se tornaron en curiosidad, y la curiosidad en sospecha.
—No es propio de él… —murmuraban las diosas menores—. Algo cambió.
—¿Crees que es por los niños… o por ella?
Afrodita lo notaba.
Los ojos que antes se posaban en ella con respeto o envidia ahora lo hacían con juicio.
Sabía que el Olimpo se alimentaba de rumores, pero esta vez no era un capricho lo que se decía: era su vida.
Una parte de ella quería gritar que no había nada entre ellos, que lo hacía por los niños.
Otra parte… la más callada, la que solo despertaba cuando él estaba cerca, temía que el Olimpo tuviera razón.
Una tarde, mientras Ares jugaba con los pequeños entre los campos dorados, Afrodita escuchó el eco de las risas mezclarse con el viento.
Y por primera vez, no sintió vergüenza ni temor por los rumores.
Sintió calma.
Porque, en medio del Olimpo que juzgaba, ella comprendió que la paz que había encontrado en aquellas risas valía más que cualquier murmullo de los dioses.
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Editado: 19.11.2025