El tiempo, que todo lo transforma, pasó como un soplo sobre el Olimpo.
Fobos y Deimos habían cumplido doce años.
Eran fuertes, ágiles, de una belleza que solo los hijos de dioses podían poseer.
Sus risas resonaban en los pasillos como campanas, y sus juegos eran la alegría de Afrodita, que los miraba con orgullo y dulzura.
Pero entre las columnas del Olimpo, los murmullos comenzaron a cambiar de tono.
Los niños ya no eran considerados “pequeños”.
Los dioses hablaban de ellos con un brillo distinto en los ojos.
Decían que ya era hora de su entrenamiento, que debían ser preparados para la vida divina, alejados del seno materno, sometidos a la disciplina que forjaba a los herederos de los dioses.
Era la costumbre, el destino de los hijos del Olimpo.
Afrodita no lo sabía.
Nadie se lo había dicho.
Vivía ajena a esas leyes frías y antiguas, porque su corazón no entendía de costumbres divinas, sino de amor humano.
Una tarde, mientras trenzaba el cabello de Deimos, una de las ninfas, con la ligereza de quien comenta un rumor, le dijo:
—Mi señora, ¿ya están listos los niños para el día del entrenamiento?
Afrodita levantó la vista con desconcierto.
—¿De qué hablas? —preguntó con voz temblorosa.
La ninfa se dio cuenta tarde del error y trató de disimular, pero las palabras ya estaban dichas.
El miedo se apoderó de Afrodita.
Un nudo se formó en su garganta.
No podía imaginar sus pequeños lejos de ella, en manos de los dioses guerreros.
El corazón le golpeaba el pecho como si quisiera romperlo.
Sin pensarlo, corrió.
Atravesó los jardines, subió los peldaños de mármol, ignoró las miradas de asombro y los murmullos de los soldados.
Cuando encontró a Ares, él estaba rodeado de sus hombres, en medio de una charla sobre estrategias y victorias.
Afrodita llegó jadeante, con el rostro húmedo y el cabello suelto.
Se detuvo ante él, y sin medir sus palabras, cayó de rodillas.
—¡Por favor! —dijo con la voz entrecortada—. No dejes que se los lleven. ¡Son niños aún, Ares!
Los soldados quedaron en silencio.
Algunos sonrieron con malicia, otros se miraron con sorpresa.
Ares, desconcertado, frunció el ceño ante aquella escena tan inusual.
La levantó de inmediato, ocultando su turbación con firmeza.
—¿Qué dices, mujer? —preguntó, tomándola del brazo—. ¿Qué sucede?
Las miradas curiosas se clavaban en ellos.
Ares notó las sonrisas y las risas contenidas de sus hombres.
Con un gesto autoritario, los mandó callar, y la tomó suavemente por los hombros.
—Ven conmigo —le dijo en voz baja.
La guio lejos del campamento, hasta un corredor apartado donde solo el murmullo del viento los acompañaba.
Afrodita, con los ojos enrojecidos por las lágrimas contenidas, repitió su súplica:
—No puedo dejarlos ir, Ares. Son mi vida… No son soldados, son solo niños.
Ares la miró en silencio.
Por primera vez, su rostro endurecido se suavizó.
No era el dios de la guerra quien la miraba, sino el hombre que había aprendido a sentir.
—Afrodita —dijo con voz grave—, en el Olimpo todos los hijos de los dioses deben ser entrenados. Es su destino, su derecho.
—¡Entonces que el destino me odie! —respondió ella entre sollozos—. No permitiré que los separen de mí.
Ares suspiró, mirándola con compasión y respeto.
Sabía que los dioses no desafiaban las leyes del Olimpo sin pagar un precio.
Pero también sabía que aquella mujer, tan distinta a todas, era capaz de hacerlo por amor.
Ares la observa con una mezcla de confusión y pesar. Afrodita, con el rostro bañado en lágrimas, le suplica entre sollozos que no permita que se los lleven, que aún son niños, que no están preparados para la dureza de los entrenamientos.
Pero él, endureciendo el gesto, aparta la mirada.
—No puedo hacer nada, Afrodita —dice en tono grave, intentando contener la emoción—. Las reglas del Olimpo son claras. Sería una vergüenza para mí que mi hijo sea el más débil de todos.
Afrodita lo mira con incredulidad, su voz se quiebra:
—¿Vergüenza? ¿Eso es lo que te preocupa? ¡Son solo unos niños, Ares! ¡Nuestros hijos!
Ares da un paso atrás, como si las palabras le dolieran más de lo que admite.
—No entiendes... —susurra, casi sin mirarla—. Si cedo, si muestro debilidad, ellos se volverán contra mí.
Ella da un paso hacia él, temblorosa, con una mezcla de rabia y tristeza.
—No puedes vivir temiendo al Olimpo, ni puedes criar hijos para complacerlo. Ellos no son tus soldados, son niños.
Ares aprieta los puños, su respiración se vuelve pesada. Sabe que Afrodita tiene razón, pero no puede escucharse a sí mismo cediendo ante ella. Porque sabe que si se queda un segundo más, si la ve llorar otra vez, si la escucha llamarlo por su nombre con esa voz rota… se derrumbaría.
—No me pidas eso, Afrodita —dice con el ceño fruncido, dándole la espalda—. No puedo escucharte ahora.
Y sin más, se marcha con paso firme, dejando atrás el eco de su armadura y el llanto ahogado de Afrodita, que cae de rodillas, impotente ante el destino que se cierne sobre sus hijos.
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Editado: 19.11.2025