Los amores de Afrodita

Te doy todo lo que tengo

Afrodita pasó el día entero con el corazón en un torbellino.
No pudo probar bocado, ni atender a sus deberes. Las risas de los niños sonaban lejanas, como ecos que pronto serían arrancados de su vida.
“¿Qué haré?”, pensaba una y otra vez, caminando por los corredores del Olimpo.
“¿Escapar?... No, no podría. Me atraparían antes de llegar a la puerta del cielo.”

Se llevó una mano al pecho, sintiendo el pulso agitado. “Pero si debo dar mi vida por ellos… lo haré.”

Cuando el sol comenzó a perderse entre los dorados pilares del Olimpo, su decisión fue firme. Debía implorar una vez más, debía buscarlo.
Recorrió cada sala, cada patio, cada rincón donde Ares pudiera estar, pero su figura no aparecía. Preguntó a soldados, a ninfas, a siervos, pero nadie lo había visto.

En realidad, Ares la había visto desde lejos. La observaba con el corazón oprimido, escondido entre las sombras de los jardines de piedra. Cada vez que la veía pasar, desesperada, su instinto le gritaba que corriera hacia ella… pero el miedo a ceder, a oír su llanto, lo hacía retroceder.

“Si la escucho, me perderé”, pensaba, apretando los dientes. “Y no puedo mostrar debilidad.”

Afrodita, exhausta, decidió que lo esperaría.
Subió a uno de los tejados cercanos a los aposentos de Ares, oculta entre columnas y flores doradas, observando el cielo anochecer con una mezcla de esperanza y angustia.
Esperó allí todo el día y buena parte de la noche, el cuerpo entumecido y la mente fija en una sola idea: no permitiría que le arrebataran a sus hijos.

Cuando el silencio cubrió el Olimpo y las antorchas se consumieron, Ares regresó.
Entró a su habitación en sigilo, creyendo que todo dormía. Cerró la puerta, se quitó la armadura y dejó caer el peso del día sobre sus hombros. Dio un suspiro profundo, mirando hacia el balcón.

Entonces, detrás de él, el sonido suave de un pestillo lo hizo girar. La puerta se cerraba con un leve clic.

Afrodita salió de entre las sombras, con los ojos enrojecidos, el cabello suelto cayendo sobre los hombros y una mirada de determinación que mezclaba amor, miedo y rabia contenida.

Ares se quedó inmóvil, el aire entre ellos pesado, tenso, imposible de romper.
Ares se quedó inmóvil al verla. No dijo palabra.
Solo la observó —la diosa del amor— temblando, con los labios entreabiertos, los ojos húmedos y la respiración agitada.

Afrodita dio un paso hacia él.
El sonido de su voz quebró el silencio:

—Por favor… no dejes que se los lleven —susurró—. Por ellos daría todo lo que tengo, mi poder, mi orgullo… mi vida entera si fuera necesario.

Ares frunció el ceño, tratando de mantenerse firme, de no dejarse vencer por aquella súplica que lo atravesaba como una lanza.

—No hables así —respondió, apartando la mirada—. No puedes ofrecerte de esa forma, Afrodita.

Pero ella, con un gesto desesperado, se despojó de sus vestiduras, dejándolas caer al suelo como un acto de rendición total. La luz de la luna que entraba por el balcón cubrió su piel como un manto de plata.

Se arrodilló ante él, temblando.

—Por mis hijos —dijo con voz quebrada—, te serviré, Ares. Te obedeceré sin objeción alguna, hasta que ellos sean lo bastante fuertes para servir al Olimpo.
Déjalos conmigo, déjame criarlos… te juro que haré de ellos dioses dignos.

Sus palabras se quebraron en un sollozo.
Ares la miró, y por primera vez en siglos, sintió el peso de su propia humanidad.
El dios de la guerra sintió el pecho arderle, como si algo dentro de él se rompiera.

Dio un paso hacia ella.
Cayó de rodillas frente a Afrodita, tomándola suavemente del rostro con manos temblorosas.
Sus ojos, cargados de lágrimas, se encontraron.

Por un instante no existió el Olimpo, ni los juramentos, ni los murmullos.
Solo ellos.

—Afrodita… —susurró Ares, con la voz rota—. No sabes cuánto me duele verte así.

Ella cerró los ojos, dejando escapar un sollozo silencioso.
Y entonces él la besó.

Fue un beso ardiente, desesperado, cargado de todo lo que habían contenido por años: rabia, deseo, ternura, dolor.
El beso de un dios que por primera vez cedía, y de una diosa que por amor se rendía.




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