La luna iluminaba los jardines del castillo, tiñendo de plata las sombras de los árboles. Aglae se encontraba nuevamente en la pequeña banca del jardín, la misma en la que había reflexionado tantas veces en los últimos días. Pero esta vez, algo era diferente. El peso que había cargado durante tanto tiempo parecía haberse aligerado, como si una capa invisible de su alma finalmente se hubiera desvanecido.
El viento acariciaba su rostro, y por un momento, pudo escuchar el murmullo de las hojas caídas, como un eco lejano de su hogar. Su corazón ya no latía con la furia de la venganza ni con el peso de la obligación. Esta vez, su pecho se sentía más ligero, y en su interior, algo había cambiado. La rabia que había llevado durante siglos ya no le quemaba, ni la culpa la ahogaba. En su lugar, había una calma inesperada, una que la conectaba con lo que había olvidado ser: una mujer, antes que una guerrera, antes que una embajadora.
La imagen de Félix, su sonrisa sincera, apareció en su mente. Él, con su simpleza, con su manera de mirar el mundo, había despertado algo en ella. Un deseo dormido de vivir. Por primera vez, no se sintió como un engranaje en una máquina colosal, sino como una persona. Una persona con derecho a ser feliz.
Aglae cerró los ojos, respirando profundamente. Ya no podía seguir siendo la misma, atrapada en los esquemas del deber. Había pasado tanto tiempo negando sus deseos más profundos, reprimiendo sus emociones por el bien de la corte, que ya no sabía ni quién era realmente. Pero en ese instante, entendió. No podía esperar encontrar respuestas en los libros o en las intrigas palaciegas. Las respuestas, las auténticas respuestas, solo podían encontrarlas en su interior.
Quizás no pudiera abandonar la corte ni su misión de ser un puente entre los reinos, pero había algo que sí podía cambiar: su forma de ver la vida. Ya no sería una esclava de la guerra, ni un instrumento de sacrificios infinitos. Buscaría un camino donde pudiera ser más que un símbolo de paz. Buscaba la paz dentro de sí misma.
Con esa decisión, Aglae se levantó, y al hacerlo, algo dentro de ella se quebró. No de dolor, sino de liberación. La imagen de su reflejo en el cristal no era la de una mujer rota, sino la de una mujer que comenzaba a reconstruirse. Aunque no tenía todas las respuestas, ya no le importaba. Lo único que sabía era que tenía el poder de reescribir su historia. Y, tal vez, en el proceso, también podría escribir una nueva para los reinos.
Esa noche, en silencio, caminó hacia la torre donde las estrellas aún brillaban, y por primera vez en mucho tiempo, permitió que sus pensamientos fluyeran con libertad. Pensó en Cristal, en su pueblo, en lo que había perdido y lo que podría ganar. No tenía que hacerlo todo sola. No tenía que cargar con todo el dolor del mundo en sus hombros. A veces, la paz venía del conocimiento de que no todo dependía de uno mismo.
El día siguiente llegó sin prisa, como una promesa de cambio. Aglae, sin hacer ruido, escribió una carta para la Reina de las Brujas, sin prisa por enviarla, pero sabiendo que ese día, tomaría una decisión importante. Mientras tanto, dejó de lado las intrigas, las alianzas políticas y el peso de las expectativas que la habían marcado toda su vida.
Esa noche, mientras se acercaba al balcón de su torre, sus pensamientos se cruzaron con Félix nuevamente. Recordó su mirada y las palabras que había compartido con él en la biblioteca. Había algo en su presencia, algo que le daba fuerzas para seguir adelante.
"Quizás la paz, al final, no se trata de dejar de luchar", reflexionó Aglae. "Quizás la verdadera paz es saber cuándo luchar, y cuándo simplemente dejarse llevar."
Por primera vez, Aglae se permitió soñar con un futuro diferente, uno donde la lucha no fuera solo por el poder o la venganza, sino por algo mucho más personal y profundo. Ella no era solo una embajadora ni una guerrera. Era una mujer con sueños, con deseos y con la posibilidad de ser feliz.