Al otro día nos habíamos despertado temprano, primero porque moríamos de frio y segundo porque llegaba el camión de la mudanza y, además, vendría el arquitecto que trabajó anteriormente en la casa de Eleanor para ver las reformas que queríamos hacerle a la misma.
Belén, como era típico en ella, había preparo un desayuno sustancioso. Una de las hermosas ventajas de vivir con una repostera es que te garantizabas un freezer lleno de delicias listas para llevar al horno.
Mis fachas esa mañana no eran las mejores, pero teniendo en cuenta que tenía que sacar muebles viejos para poner los que traeríamos de Buenos Aires, eran las fachas indicadas.
El timbre sonó dos veces seguidas, casi como si fuera un código. Abandoné mi café por la mitad y salí corriendo, ansiosa, pensando que el camión de la mudanza finalmente había llegado. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando descubrí a Fausto al otro lado de la puerta. Fausto era el único martillero público del pueblo, si el único. Era dueño de la única inmobiliaria en Los Bendecidos y era un buen ¿amigo? De mi tía.
Él era un chico joven, debería tener un par de años más que yo en ese momento ¿29 tal vez? y acompañó a mi tía hasta su último día con vida, algo por lo que siempre le estaré agradecida. Cuando lo conocí pensé que era un oportunista que pensaba que al ser Eleanor era una mujer sola, tal vez podría hacerse con sus cosas, que no son pocas, cuando esta muriera. Pero después lo conocí, un poco mejor, y me di cuenta lo mucho que mi tía lo quería. Él siempre decía que Eleanor había sido como la abuela que él nunca había tenido y el día que ella murió, movió cielo y tierra para que pudiera llegar a despedirme.
— Hola— lo salude nerviosa intentando acomodar mi cabello.
El chico era guapo, muy guapo, no lo voy a negar y siempre había algo en su mirada que me ponía nerviosa, pero no de una mala manera. Tenía una forma de mirar tan intensa que me hacía sentir una presa y él mi cazador, pero en el buen sentido. En un sentido sexy y siempre me preguntaba si todo el mundo se sentía igual con su mirada.
Fausto sonrío al notar mi gesto incómodo y me enseña un grupo de carpetas que traía en sus manos.
— Espero no molestarte— Comentó casi con picardía— pero me pareció que era mejor traerte los papeles para que revises las otras propiedades de tu tía, que hacerte pasar por la inmobiliaria...
— Ah...— Rogué que en mi rostro no se hiciera evidente la desilusión que sentía en ese momento— Gracias, pasa...— lo invité haciéndome a un lado — Lamento el desorden, llegamos ayer y aun no tuvimos tiempo de limpiar lo suficiente.
— Tranquila, es una mudanza... — Sonrió entrando a la cocina— que bien huele.
— ¡Hola! — exclamó mi amiga bajando despacio la taza de café, claramente sorprendida por el chico que acababa de entrar a la cocina.
— Hola, debes ser Belén— Fausto extendió su mano para que mi amiga la estreche.
— B— los interrumpí— Él es Fausto, el chico del que te conté...
Fausto me miró con una sonrisa pícara y entonces caí en la cuenta de lo que acababa de decir, o más bien, de cómo sonaba lo que acababa de decir.
— Le conté que eras un buen amigo de mi tía...— me corregí sin dilación.
— Si eso...— murmuró mi amiga poniéndose de pie para servir otra taza de café.
— Fausto ella es Belén— la observe con una mirada asesina— mi mejor amiga.
— Un placer— respondió el chico con calma.
La verdad es que me había cansado de hablarle a B de lo guapo que era este chico, tanto que creo que mi amiga llegó a pensar que exageraba y en ese momento, en nuestra cocina, acababa de darse cuenta que no lo hacía, eso me provocaba una pequeña risita interna.
Mi amiga volvió con una taza humeante de café que le entregó a Fausto y este se la agradeció con una sonrisa, tan seductora que me provoca un poco de celos.
— Voy a comenzar a hacer lugar para los muebles...— B se disculpó y salió de la cocina dejándonos solos.
Cuarenta minutos después habíamos terminado de definir la situación de las dos propiedades que Eleanor tenía a la renta en los pueblos de Triwe y Koná. Había decidido que mantendríamos las propiedades rentadas y que no haríamos mayores modificaciones a no ser que los inquilinos decidieran no renovar los contratos.
— ¿Necesitan ayuda para mover las cosas? — La pregunta de Fausto me tomó por sorpresa.
— Toda ayuda es bienvenida— comenté— pero ¿y la oficina?
— Tranquila, están los chicos y si me necesitan me llaman.
— Gracias— susurre pasando por su lado, casi con vergüenza.
Con ayuda de Fausto movimos los muebles que no queríamos conservar de la sala y este nos indicó quienes podrían necesitarlos. Finalmente terminamos el trabajo y nos sentamos con una taza de café caliente.
Cuando el timbre sonó pensamos que finalmente había llegado en camión, pero nuevamente nos habíamos equivocado. Habían llegado dos hombres uno joven y otro más mayor:
— Señorita Hills, soy Santiago el arquitecto — El hombre más joven se presentó extendiendo su mano que la estreche enseguida— él es Edgardo, mi encargado en las obras.