Los besos del lobo

2

Adlet Velvet estaba cansado de manejar a toda esa panda de imbéciles. Hace algunos años —y por algunos se refiere a décadas—, que formó su propia manada. En un principio no estaba interesado y su padre era muy, muy joven. A él todavía le quedaban bastantes años para seguir siendo el alfa de la manada así que Adlet no se veía como el líder en un futuro pronto. Fue una lástima que al destino poco le importase y le enviase esa actitud imponente, autoritaria. Aquella que solo un alfa poseía.

No era extraño la existencia de más de un alfa, es por eso que existían varias manadas. Lo extraño era que dos alfas conviviesen en una sola. Aquel orgullo que naturalmente les nacía impedía que agachasen su cabeza ante alguien más, ellos habían nacido para mandar.

Con las chispas saltando de un lado a otro Adlet terminó por comprender que ya no hacía falta allí, sobraba. Una lástima que los espíritus de su padre y él no pudiesen continuar conviviendo, pero él no era tan ingrato como para derrocar a su padre y mandarlo a quién sabe dónde. Tomó la decisión de irse. Dejó todo atrás.

Eso fue lo que creyó por una miseria de tiempo.

Mientras caminaba bajo la luz de la luna en su forma lobuna sintió las pesadas pisadas de otro como él. Por un efímero instante creyó cometer el error de ingresar en territorio ajeno convirtiéndose en víctima de una extraña manada, pero cuando aquel lobo persecutor se acercó más Adlet fue capaz de reconocer ese olor.

Lester.

Uno de los lobos más jóvenes. Con apenas diecinueve años de edad, hijo de una mujer con la que la madre de Adlet no se llevaba. Ese chiquillo era parte de la manada que estaba abandonando.

Lo primero que hizo fue ordenarle que regresara, Lester era un chiquillo y resultaba peligroso que se aventurase al mundo solo, pero el muchacho no obedeció, después de una larga plática en la que Lester le explicó que era parte de su manada, Adlet se replanteó el rumbo de su vida.

Si estuviese en su forma humana su rostro habría adoptado una expresión de asombro mezclado con duda. Lester le dijo que solo ellos podían conectar sus pensamientos, ¿no era esa una señal de que eran parte de la misma manada? La manada Velvet. Lester lo sabía, lo sentía en lo más profundo de su ser, él estaba allí para obedecer a su alfa.

A diferencia de su madre Adlet no odiaba a Lester, se podría decir que se llevaban bien, pero aceptar que él era parte de su manada resultaba difícil. El muchacho era muy joven y no solo eso, resultaba más difícil aceptar que tenía una manada por formar.

Después de ser perseguido por Lester hasta el cansancio no tuvo de otra más que aceptar. Descubriendo que el chico no sentía mucha atracción hacia las mujeres y siendo completamente consciente de que él tampoco, llegaron a la conclusión de que los miembros en la manada tendrían una sola cosa en común: su gusto por los hombres. En su viaje conocieron más lobos que terminaron uniéndose a ellos y finalmente después de haber pasado largo tiempo como nómadas se hicieron con su propio territorio. Lester, quien fue el primero en seguirlo se convirtió en su beta y entonces se formó la manada Velvet.

Con diez miembros bajo su liderazgo Adlet rogaba porque nadie más se uniese. No es que le desagradasen sus compañeros, pero a veces le resultaba cansado. Cuánto deseaba irse a dormir por un largo tiempo o salir nuevamente como un nómada corriendo de un lado a otro sin una meta fija, eso le resultaba imposible sabiendo que ahora tenía gente que dependía de él. ¡Maldito sea el destino que lo hizo alfa pero no le enviaba a su pareja!

***

Con ciento ochenta y seis años Adlet sabía que no era el más viejo. Varios miembros en su manada eran mayores a él, existían quienes le doblaban o triplicaban la edad. El saber que le quedaba más de medio milenio de vida inculcaba en él una desesperación absurda.

Puede que viviese más que los humanos pero esa también era su maldición. Mientras las personas formalizaban una relación entre los veinte años o más él no tenía idea de cuándo aparecería su pareja y la monotonía de la vida se le había hecho fastidiosa. Él necesitaba desesperadamente algo que le devolviera el interés, que lo hiciera sentir vivo. Si tendría que pasar otros siglos en soledad no lo soportaría.

¿Por qué los lobos tenían que vivir mil años? Llevó la punta de sus dedos hacia las sienes y comenzó a masajearlas con suavidad, tratando de dispersar el ligero dolor que comenzaba a alojarse en su cabeza.

La puerta se abrió y él apenas levantó la mirada, como quien es obligado a levantarse por las mañanas cuando no ha dormido toda la noche. Claude asomó la mitad de su cuerpo esperando que le dieran el permiso para pasar. Adlet suspiró, guardó en un cajón los papeles que tenía sobre el escritorio y le ordenó al otro que ingresase.




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