Viernes, 3:50, dia 8 de abril
Lidia había terminado de comer sus croquetas de atún con lechuga y papas fritas, un plato sencillo pero reconfortante. Sin embargo, en lugar de sentirse satisfecha, se quedó mirando fijamente el reloj, la ansiedad acumulándose en su pecho. Su pie comenzó a moverse sin cesar, un pequeño indicio de que algo la preocupaba profundamente.
Tasha, que había estado recogiendo la cocina, notó el cambio en la actitud de Lidia. Se acercó a ella con suavidad, con su característica calma que siempre lograba transmitir tranquilidad en esos momentos.
—¿Qué ocurre, princesa? —preguntó con curiosidad, sin apartar la vista de Lidia.
Lidia no respondió de inmediato. Solo continuó mirando el reloj, su pie moviéndose aún más rápido, nerviosa por lo que sentía. Finalmente, suspiró y dejó escapar una pequeña queja.
—Papá ya tardó... y estoy preocupada.
Tasha, que al principio no entendía, lo pensó por un momento. Luego recordó con una sonrisa cálida.
—Oh, es cierto... hoy es viernes y él suele salir más temprano —dijo Tasha con comprensión, como si de repente todo tuviera sentido.
Lidia asintió, aunque seguía sin poder calmarse.
—Sí... de hecho, dijo que me llevaría a una librería a comprarme el libro que yo quisiera, y después íbamos a tomar un chocolate. Pero no ha llegado... —su voz se desvaneció al final de la frase, como si las palabras se quedaran atrapadas en su garganta.
Tasha observó a Lidia con atención. Sabía lo importante que era para ella ese pequeño plan que había estado esperando toda la semana. No solo era una salida especial con su padre, sino también una forma de escapar de la rutina diaria. Lidia no lo decía, pero esos momentos compartidos con Gonzalo eran lo que más deseaba, lo que más ansiaba en su vida.
—Tranquila, princesa —dijo Tasha, sentándose a su lado y poniendo una mano sobre su hombro para darle algo de consuelo—. A veces los imprevistos pasan. Tal vez el tráfico o algo de trabajo lo detuvo, pero no te preocupes, seguro que él llega pronto.
Lidia no estaba convencida, pero asintió lentamente. Ella confiaba en Tasha, y aunque sabía que Tasha no podía controlar lo que sucediera con su papá, la tranquilidad que le ofrecía la ayudaba a calmarse un poco. Sin embargo, el reloj seguía marcando los minutos, y la espera comenzó a sentirse más larga de lo que realmente era.
En ese momento, escucharon desde el fondo de la habitación el sonido del smartphone de Lidia así que después de que esta se lo pidiera Tasha se apresuro en ir por el, ya en la recamara vio en la pantalla el nombre de Gonzalo, le estaba haciendo una videollamada, al darse cuenta su corazón dio un pequeño brinco.
‘’Mi príncipe azul’’.
Antes de contestar, se alisó rápidamente el cabello con los dedos, asegurándose de que ningún mechón estuviera fuera de lugar. Luego ajustó su blusa y, con un último respiro, deslizó el dedo para aceptar la videollamada.
—Hola, Gonzalo —saludó con una voz suave, casi ensayada.
Pero su pequeño intento de lucir impecable pasó desapercibido. La cámara de su jefe estaba apuntando hacia abajo, mostrando solo su barbilla y la parte inferior de su camisa.
—Puedes pasarme a Lidia, tengo algo que decirle —dijo él con su tono firme, pero relajado.
Tasha frunció ligeramente el ceño.
—¿Ocurre algo? —preguntó con un matiz de preocupación.
—No, no —respondió Gonzalo de inmediato—. Todo está bien, solo tuve un ligero inconveniente.
Tasha no pudo evitar sentir cierta inquietud. Gonzalo rara vez se retrasaba sin motivo, pero si él decía que no era grave, lo mejor era no insistir.
—De acuerdo, ahora mismo se la paso.
Antes de llevar el teléfono a Lidia, Tasha echó un rápido vistazo a la pantalla y, por fin, vio su rostro con claridad. Su expresión serena y sus ojos intensos hicieron que su pecho se encogiera por un instante. Lo conocía desde hacía tiempo, pero aún así, cada vez que lo veía, sentía lo mismo.
Sacudiendo esos pensamientos, se dirigió a la sala y le entregó el smartphone a Lidia.
—Toma, princesa. Es tu papá.
Lidia tomó el teléfono con emoción y lo sostuvo frente a su rostro.
—Caramelo, llegaré un poco tarde. Sé que habíamos quedado a una hora, pero ocurrió un inconveniente...
—¡¿Estás bien, papá?! ¿Te pasó algo? —gritó Lidia, preocupada, mientras apretaba con fuerza el smarphone
Su padre, con una actitud mucho más calmada, le explicó. —No, Caramelo, tranquila, no me pasó nada. Lo que ocurre es que la madre de uno de los chicos no pudo ir por él porque salió tarde del trabajo, así que lo llevaré a su casa
Lidia suspiró aliviada aunque, segundos después, infló sus mejillas con gesto ofendido y anunció. —Los padres deberían ser más responsables con sus hijos.
Su padre se acarició la barba, esbozando una sonrisa amarga ante las palabras de su hija.
—Te voy a compensar, lo prometo —dijo, volviendo su vista al frente.
—¿Y quién es el chico que me está quitando tiempo con mi papá? —preguntó ella con cierto recelo.
Él volvió a sonreír con la misma expresión, giró la cámara hacia el asiento trasero mientras decía. —Ella es mi hija Lidia, salúdala.
Allí, un chico de aproximadamente doce años estaba sentado con la mirada perdida en la ventana. Sus ojos, de un azul tan puro que parecían pequeños diamantes, reflejaban la luz del atardecer. Lidia sintió un pequeño sobresalto en el pecho, el cual se volvió en un fuerte rubor para sus mejillas. Era muy guapo.
—Ho-hola...—. soltó el chico con timidez, aunque Lidia no lo escucho, pues seguía mirándolo
Tenía la piel clara y vestía una camisa de fútbol celeste con franjas blancas. En la esquina superior derecha del dorsal se podía ver el escudo de su equipo: la cabeza de un búfalo color azul.
Por alguna razón, su mente se quedó en blanco y lo único que pudo hacer fue desviar la mirada mientras decía. —T-Trata de no demorar mucho papá...
—Esta bien, me daré prisa — contesto su padre antes de colgar la llamada
Lidia permaneció con el teléfono en la mano unos segundos más, aún sintiendo una ligera frustración. Se preguntó si David también estaría molesto porque su madre no pudo recogerlo. Quizás él tampoco quería que su entrenador lo llevara. Tal vez él también se sentía así.
Soltó un suspiro y dejó el teléfono a un lado. No tenía sentido molestarse con alguien que, seguramente, tampoco tenía la culpa.
—Bueno… al menos todavía queda tiempo —murmuró para sí misma, tratando de convencerse de que su tarde no estaba completamente arruinada.
Tasha le acaricio la cabeza para tratar de animarla, aunque no podía hacer mucho pues sabia lo importantes que eran estas salidas para ella, sin mucha mas opción le pregunto. —¿Quieres ir a la habitación, princesa?
Ella asintio. —Por favor.
Mientras la llevaba se le escapo decir. —Tu padre es tan amable que no se puede negar a ayudar a los demás, perdónalo por llegar tarde ¿si?
—Claro que lo perdonare, a fin de cuentas nuestra salida no se a cancelado.
—Me alegro que lo entiendas.
La coloco frente a la computadora y se retiro después de darle un abrazo de consuelo.
Aunque aún se sentía un poco desanimada, Lidia decidió que no tenía sentido quedarse allí frustrada por la demora de su padre. Si iba a esperar, al menos haría algo productivo.
Se acomodó en su escritorio, abrió su cuaderno y comenzó a repasar la última lección que el habían dado usando los vídeos que su maestra subía para justamente eso. sus calificaciones habían ido mejorando poco a poco, pero aún sentía que podía esforzarse más. Nunca estaba de más estudiar un poco extra.
Sin embargo, después de solo quince minutos, sintió que su concentración empezaba a flaquear. Sus ojos recorrían las palabras, pero su mente ya no procesaba la información con la misma facilidad.
Suspiró y cerró el cuaderno. Tal vez solo necesitaba un descanso.
Sin mucho entusiasmo, cambio de web y comenzó a navegar por páginas de fragmentos gratis de libros. Siempre hacía lo mismo. Miraba reseñas, leía fragmentos y trataba de decidir qué comprar. Sin embargo, por alguna razón, al final terminaba eligiendo títulos completamente distintos a los que había investigado. Pero eso era lo divertido.
Pasados treinta y cinco minutos llego su padre abriendo la puerta de la habitación con delicadeza para que su hija no se percatara y cuando estuvo cerquita de ella le dijo. —Caramelo.
al escucharlo, pauso el vídeo, se quito los cascos y giro su silla para entonces poder abrazarlo.
—¡bienvenido papá!
El correspondió al cariñoso abrazo de su hija tomándola entre sus brazos antes de besarle la frente
—Perdóname, demore un poco ¿estas lista?
Ella le respondio, regalandole una sonrisa. —estas perdonado y si, estoy lista.
Seguido de eso ambos dejaron la habitación y antes de salir del departamento Gonzalo se volvió hacia Tasha con un gesto amable.
—Si quieres, puedes irte ya. No tienes que quedarte hasta el final de tu turno —le ofreció.
Sin embargo, Tasha negó con la cabeza y sonrió ligeramente.
—Gracias, señor, pero aún tengo algunas cosas que terminar. Prefiero dejar todo en orden antes de irme. Yo cerraré cuando termine.
Gonzalo asintió, respetando su decisión.
—Está bien. Nos vemos entonces.
Levantó una mano en señal de despedida, y Lidia también se despidió con una sonrisa.
—Cuídate, Tasha.
Tasha se inclinó levemente hacia la niña y, con cariño, le revolvió el cabello.
—Lo haré, pequeña.
Por fuera, su gesto era profesional y afectuoso, pero en su mente, se despidió de Gonzalo de una manera que jamás se atrevería a exteriorizar: con un beso robado en la despedida.
—Que les vaya bien —finiquitó, viéndolos desaparecer por la puerta.
Cuando la entrada se cerró tras ellos, Tasha suspiró, sacudió la cabeza y se dispuso a terminar su trabajo.
Padre e hija recorrieron el pasillo mientras las llantas de la silla de Lidia rodaban suavemente en dirección al ascensor. Cada tres puertas, una maceta decoraba el corredor, aunque nadie podía decir con certeza si las plantas eran reales o artificiales. En realidad, su función principal no era estética, sino práctica: muchos inquilinos las usaban para esconder las llaves cuando alguien conocido necesitaba entrar en su departamento.
Mientras avanzaban, Lidia miró de reojo a su padre, quien empujaba su silla con tranquilidad, y rompió el silencio con curiosidad.
—¿Cómo te va con el equipo?
Gonzalo arqueó una ceja, claramente sorprendido por la pregunta.
—¿Tú interesada en fútbol? Creía que lo odiabas.
Lidia negó varias veces con la cabeza.
—No lo odio.
Su padre soltó una leve risa y la interrumpió con una mueca divertida.
—Cuando eras más pequeña, solías decir: "Es muy estúpido, son solo chicos corriendo de aquí para allá tras un balón. Parecen mandriles". Y eso que ni siquiera sabías qué era un mandril.
Ella sonrió, encogiéndose de hombros.
—Sigo pensando que es algo tonto… pero no lo odio.
Gonzalo rió ante la sinceridad de su hija y, tras unos segundos, respondió finalmente a su pregunta.
—Nos va muy bien. Los chicos lo dan todo en cada entrenamiento.
Lidia asintió y, tras una breve pausa, bajó la mirada antes de hablar.
—Yo creo que es porque tú eres un gran entrenador, papá.
Hizo una pausa, jugando con sus dedos sobre su regazo.
—Sé que cuando me dijiste que llegarías tarde me molesté un poco… y me disculpo por eso. Solo estabas ayudando a alguien que lo necesitaba, y eso demuestra que eres una persona increíble. Lamento no ser la mejor hija… pero sé que tú sí eres el mejor padre.
Mientras hablaba, sus mejillas se fueron tiñendo de un rojo cada vez más intenso. Para cuando terminó, sentía su rostro ardiendo.
Gonzalo se detuvo de golpe y, sin decir nada, rodeó a su hija en un cálido abrazo por la espalda.
—Te aseguro que tú eres la mejor hija, caramelo.
Lidia cerró los ojos y se permitió disfrutar de ese momento.
Cuando finalmente retomaron su camino, llegaron al ascensor y presionaron el botón que los llevaría al subsuelo, donde estaba ubicado el estacionamiento.
Ya estando frente al auto, el cual era un chevy Spark plateado, Su padre la cargó en brazos con el mismo cuidado con el que se sostiene una muñeca de cristal. La colocó suavemente en el asiento del copiloto y esperó a que ella se ajustara el cinturón de seguridad antes de cerrar la puerta con delicadeza. Luego, rodeó el auto y se acomodó en el asiento del conductor.
Una vez que encendió el motor y el auto empezó a moverse, Gonzalo rompió el silencio con una pregunta.
—¿Cómo vas en los estudios?
Lidia bajó la mirada, sintiendo un leve rubor en sus mejillas.
—Mejor que la semana pasada… De hecho, mucho mejor —dijo con una sonrisa tímida—. Te sorprenderías.
Gonzalo le lanzó una mirada de complicidad y sonrió.
—¿Ah, sí? Si es así, entonces creo que tendré que aumentar un poco tu presupuesto para las compras.
Lidia abrió los ojos con sorpresa y lo miró incrédula.
—¿Lo dices en serio?
Su padre asintió sin dudar.
—Por supuesto.
Ella sonrió de oreja a oreja y, sin pensarlo, exclamó con entusiasmo: —¡Muchas gracias, papi!
Apenas pronunció esas palabras, se quedó en silencio. Hacía mucho que no lo llamaba así… no porque no quisiera, sino por simple vergüenza.
Gonzalo, solo sonrió sin decir nada.
La librería se encontraba estratégicamente ubicada frente a un apacible lago, cuya superficie cristalina reflejaba el cielo, rompiéndose en suaves ondas cada vez que un pez emergía o el viento acariciaba el agua. A su alrededor, una densa arboleda de imponentes robles y sauces brindaba sombra a los bancos de madera dispersos a lo largo del sendero empedrado, donde los transeúntes solían detenerse a descansar, leer o simplemente contemplar el paisaje.
En el lago, patos de plumaje blanco y marrón nadaban con elegancia, seguidos de cerca por pequeñas tortugas que asomaban sus cabezas de vez en cuando, curioseando el entorno. Desde las copas de los árboles, algunas palomas revoloteaban antes de descender con aleteos suaves en busca de migajas de pan, dejadas con generosidad por los visitantes.
La librería, majestuosa y solemne, se erguía como un coloso de cultura y arte. Su estructura imponente contaba con amplios pasillos y techos altos que permitían la entrada de luz natural a través de grandes ventanales. Las paredes, de un blanco hueso impecable, servían como lienzos perfectos para una serie de murales de gran tamaño, cada uno meticulosamente pintado por los mejores artistas de la ciudad.
En total, había siete murales, cada uno representando un bioma diferente con un nivel de detalle tan exquisito que parecían cobrar vida ante los ojos de los visitantes. Uno mostraba extensas praderas doradas donde manadas de bisontes y ciervos pastaban pacíficamente bajo un cielo de tonos cálidos. Otro sumergía a los espectadores en las profundidades del océano, con arrecifes de coral vibrantes y criaturas marinas majestuosas deslizándose con elegancia entre las corrientes imaginarias. Más allá, la espesura de la selva del Congo se desplegaba con árboles gigantes y neblina densa, mientras primates trepaban entre lianas y aves exóticas rompían el verde con sus plumajes coloridos.
El séptimo mural, en contraste con los demás, representaba una vasta biblioteca habitada por lectores de todas las edades, sumidos en las páginas de sus libros. Los estantes repletos se elevaban hasta un techo invisible, y figuras etéreas de tinta parecían emerger de las páginas, danzando entre los lectores como si la literatura misma tuviera vida. Este mural establecía un hermoso paralelismo con los anteriores: así como cada bioma albergaba su propia biodiversidad, la biblioteca era un ecosistema en sí misma, poblada por mentes ávidas de conocimiento y aventura.
Cuando padre e hija llegaron al sitio, lo primero que notaron fue la imponente escalinata de dieciséis peldaños que se alzaba frente a ellos, semejante a la entrada de un templo del saber. Lo que podría haber sido un obstáculo debido a la silla de ruedas de Lidia ya había sido solucionado por los arquitectos del lugar. A ambos lados de la escalinata, dos rampas cuidadosamente diseñadas permitían el acceso sin dificultad, y cada una era una obra de arte en sí misma.
La rampa derecha evocaba la cálida melancolía del otoño, con un sendero cubierto de hojas anaranjadas, doradas y marrones que parecían crujir bajo una brisa imaginaria. Los árboles de ramas cobrizas daban la sensación de un bosque en plena transición, donde el viento jugueteaba con los últimos vestigios del verano. En contraste, la rampa izquierda ofrecía un paisaje invernal: un sendero nevado se perdía en la distancia, mientras copos caían eternamente en una danza silenciosa. Los árboles desnudos estaban cubiertos de escarcha, y pequeños destellos plateados en la pintura simulaban el reflejo del sol sobre el hielo.
Cada rampa era más que un simple acceso; era una invitación a sumergirse en mundos distintos. Lidia y su padre eligieron la rampa invernal, dejando que la sensación de frío imaginario los envolviera. Mientras ascendían, la joven observaba con fascinación los pequeños reflejos plateados en la pintura, perdiéndose en los detalles. Su padre, al notar su embeleso, sonrió.
Al llegar a la cima, encontraron un buzón de libros decorado con motivos navideños. Con un gorro rojo y una nariz que recordaba a la de un reno, parecía sacado de un cuento festivo. A su lado, un pequeño calcetín navideño colgaba, como si esperara ser llenado con cartas y deseos. Pero lo que más llamó la atención de Lidia fue otro buzón cercano, de temática completamente distinta: pintado en tonos negro y naranja, con calabazas talladas y murciélagos de cartón decorando sus costados, celebraba la esencia de Halloween.
Los buzones representaban la dualidad de las estaciones y el encanto de las festividades. Su padre notó su interés y preguntó:
—¿Quieres uno? Dice que son gratis.
Lidia negó varias veces antes de aclarar:
—La tradición es dejar uno y llevarse otro. No puedo solo tomar sin dejar nada.
Él asintió con comprensión, y continuaron su camino.
Cuando llegaron al área de los murales, Lidia quedó atrapada en los trazos y las historias que cada artista había querido plasmar. Sus ojos recorrían los colores y las formas, intentando descifrar los sentimientos ocultos en cada pincelada. Había algo hipnótico en la forma en que los tonos se entremezclaban, en cómo las texturas parecían cobrar vida.
Se dejó envolver por la magia del momento, hasta que la voz de su padre rompió el hechizo:
—Son muy lindos, ¿cierto?
Lidia parpadeó y giró lentamente hacia él. Quiso explicarle lo que veía, lo que sentía, cómo los colores parecían hablarle, pero supo que era en vano. Su padre nunca había sido un hombre de metáforas o grandes reflexiones; para él, todo era lo que parecía a simple vista.
Suspiró y esbozó una sonrisa resignada.
—Sí, papá… son muy lindos.
Con esa pequeña victoria para su progenitor, continuaron su camino.
Nada más entrar, se encontraron con ocho largos pasillos de estanterías repletas de libros organizados alfabéticamente. Cada estante, de casi dos metros de altura, formaba un laberinto de conocimiento y relatos esperando ser descubiertos. Sin embargo, Lidia apenas les dedicó una mirada; aquella sección le parecía demasiado monótona. Por su petición, ignoraron esos pasillos y avanzaron directamente por el número cinco.
Al otro lado, apoyados contra la pared, se encontraban los estantes por categorías, mucho más llamativos y decorados con elementos temáticos que los hacían destacar.
Aventura: un barco de cartón navegaba sobre su superficie, como si surcara océanos llenos de relatos épicos.
Fantasía: un majestuoso castillo con torres y banderas evocaba reinos de dragones y magia.
Romance: corazones rojos, suaves y vibrantes, flotaban como promesas de amor eterno.
Terror: una inquietante casa embrujada con ventanas oscuras y una puerta entreabierta parecía invitar a los valientes a entrar.
Ciencia ficción: una nave espacial plateada flotaba entre pequeños planetas y estrellas pintadas.
Más vendidos: estrellas doradas brillaban con la promesa de historias que habían conquistado a muchos lectores.
Más a la derecha, en una sección diferente, había una recreación de una acogedora sala de estar. Un estante solitario y vacío destacaba entre la decoración, con un cartel de cartón sobre él. Desde donde estaban, Lidia no podía leer lo que decía.
Entrecerró los ojos con curiosidad, pero al ver que era inútil, se rindió.
—¿Me pasas aquel? —pidió, señalando un libro rosa con tonos pastel en lo alto del estante de romance.
Su padre alzó la vista y distinguió el lomo decorado con la imagen de un bombón de fresa junto a otro de chocolate. El título, Amor, Fresa y Chocolate, estaba escrito en una elegante tipografía cursiva.
Con una leve sonrisa, tomó el libro y se lo entregó. Lidia lo sostuvo con ambas manos, observando la portada con curiosidad. Los bombones, con formas humanoides, se daban la mano con dulzura: el rosa representaba a la chica, mientras que el marrón simbolizaba al chico.
Sin molestarse en leer la sinopsis, anunció con entusiasmo:
—Me llevaré este.
Su padre la miró con una mezcla de diversión y resignación.
—Ni siquiera sabes de qué trata.
Lidia encogió los hombros con una sonrisa traviesa.
—No hace falta. Sé que me gustará.
Él soltó una leve carcajada y sacudió la cabeza.
—Está bien, caramelo. Pero si no te gusta, no me culpes.
Lidia abrazó el libro contra su pecho, emocionada por su elección.
Después, se desplazó hasta la sección de fantasía, recorriendo con la mirada los coloridos lomos que adornaban los estantes. Sus ojos se detuvieron en un libro de color verde pantano, cuyo título destacaba en letras doradas: El Duende del Norte.
—¿Me lo alcanzas? —pidió, señalándolo con un leve movimiento de la cabeza.
Su padre, sin hacer preguntas, lo tomó y se lo entregó. Lidia observó la portada con curiosidad: un grupo de duendes avanzaba con determinación, portando distintas armas, como espadas y arcos, listos para la batalla.
Sin molestarse otra vez en leer la sinopsis, decidió con una sonrisa confiada:
—Me lo quedo.
Su padre arqueó una ceja.
—¿No leerás la trama de ninguno, cierto?
Lidia negó con una sonrisa.
—No es necesario. Si tiene duendes y aventuras, sé que me gustará.
Él suspiró con resignación.
—No hay remedio.
Desde el exterior, un grupo de seis personas entró en la librería, atrayendo de inmediato las miradas de los presentes. Dos de ellos cargaban cámaras, mientras que una mujer vestida elegantemente, probablemente una mánager, caminaba con paso seguro. Junto a ellos iba una entrevistadora con un micrófono en mano, pero fue el último integrante del grupo quien captó por completo la atención de Lidia.
Era Henry L., el escritor más popular del momento y el autor de su libro favorito. Alto, fornido, de piel bronceada, con las mangas de su camisa arremangadas hasta los bíceps y el cuello ligeramente desabotonado, irradiaba una presencia imponente pero relajada.
El corazón de Lidia comenzó a latir con fuerza, su rostro se tiñó de rojo y, por un momento, sintió que el aire le faltaba. Apenas pudo reunir el aliento suficiente para decirle a su padre, con un tono nervioso:
—Esto es todo, ¿nos vamos ya?
Su padre la miró sorprendido. Conociéndola, le resultaba extraño que quisiera marcharse tan rápido cuando normalmente podía pasar horas recorriendo cualquier librería.
—¿Ya terminaste? —preguntó, alzando una ceja con incredulidad.
Lidia asintió rápidamente, abrazando sus libros como si intentara esconderse tras ellos.
—Sí, sí… ya tengo lo que necesito. Vámonos.
Pero antes de que pudieran moverse, la voz de la entrevistadora resonó en la librería.
—¡Y aquí estamos en la emblemática Librería del Lago! Nos acompaña el aclamado escritor Henry L., quien acaba de publicar la esperada secuela de su best-seller.
Lidia sintió cómo su corazón latía con fuerza contra sus costillas. Henry L. estaba ahí, a pocos metros de ella. Su cabello oscuro estaba perfectamente despeinado, su sonrisa era relajada y confiada, y su camisa, con las mangas remangadas hasta los bíceps, dejaba entrever la fuerza en sus brazos. Era aún más impresionante en persona que en las fotos de sus libros.
Su padre, sin notar su nerviosismo, se cruzó de brazos con curiosidad.
—Mira, caramelo, ¿no es ese el autor que tanto te gusta?
Lidia tragó saliva, su mente era un caos.
—No… no estoy segura —mintió, aunque su rostro enrojecido la delataba. Por suerte, su padre no era tan observador.
Él soltó una leve risa.
—Es bien parecido, pero bueno, tú lo conoces mejor.
Después de salir de la librería, Lidia y su padre se dirigieron a una cafetería muy popular, conocida como un refugio para los amantes de la lectura. El lugar estaba lleno de clientes absortos en sus libros, acompañados de humeantes tazas de café y chocolate caliente.
Lidia tenía frente a ella una taza de chocolate, aunque apenas le había dado un sorbo. En lugar de beber, jugaba distraídamente con el popote de metal, girándolo entre sus dedos mientras veía en vivo la entrevista que le estaban haciendo a Henry L.
Su padre, Gonzalo, disfrutaba un café negro sin azúcar y la observó con una sonrisa divertida antes de decir:
—¿Ves? Te lo dije.
Lidia suspiró, dejó su smartphone sobre la mesa y, tras un pequeño sorbo a su chocolate, fingió frustración antes de admitir:
—Está bien… tenías razón, papá.
Él sonrió con aire triunfante, disfrutando el momento mientras daba otro sorbo a su café.
Unos minutos más tarde, cuando la taza de Lidia estaba casi vacía, su padre tomó el libro Amor, Fresa y Chocolate y lo sostuvo entre sus manos con curiosidad.
—¿Puedo hojearlo? —preguntó.
Lidia, que aún jugaba con su popote, levantó la vista de golpe. Su padre nunca se había interesado en la literatura, y mucho menos en libros de romance. La sorpresa se mezcló con una emoción inesperada.
—¡Claro! —respondió sin ocultar su entusiasmo.
No estaba segura de si lo hacía por compromiso o por verdadera curiosidad, pero el simple hecho de verlo interesado en algo que a ella le apasionaba le provocó un cálido cosquilleo en el pecho.
Gonzalo hojeó el libro con lentitud hasta detenerse en la sección de palabras de la autora. Con su voz profunda y serena, comenzó a leer en voz alta:
—"Hola, mis queridas lectoras, amantes de las historias ‘picantes’. Las que ya me conocen saben que amo comer chocolate, pues en este mundo los hombres son de chocolate y las mujeres, fresas. Así que habrá muchas fresas con chocolate… si saben a qué me refiero".
Cuando terminó de leer, levantó la vista con una ceja arqueada y una expresión indescifrable.
Lidia sintió cómo la sangre le subía al rostro. En un instante, su piel ardía como si acabara de cometer el error más grande de su vida. Su padre la miraba con una mezcla de confusión y diversión contenida.
—E-Es un libro romántico, papá… —balbuceó, intentando recuperar la compostura.
Pero ya era demasiado tarde. Gonzalo dejó escapar una leve risa y cerró el libro con calma.
—Vaya, esto no me lo esperaba —comentó con una sonrisa traviesa.
Lidia hundió el rostro en sus manos. Definitivamente, ese no era el tipo de lectura que quería compartir con él.
Mientras volvían a casa después de su salida mensual, el tráfico se tornó denso, dándole a Gonzalo la oportunidad perfecta para iniciar una conversación.
—¿Desde cuándo te gustan ese tipo de libros? —preguntó con un tono despreocupado, manteniendo la vista en la carretera.
Lidia, quien apenas había logrado recuperarse de la vergüenza en la cafetería, sintió el calor subirle al rostro nuevamente.
—Lo que me importa es el romance, no lo picante —replicó rápidamente, inflando las mejillas en un puchero infantil antes de desviar la mirada hacia la ventana.
Gonzalo dejó escapar una leve risa.
—Ajá, claro… —murmuró, divertido.
Ella resopló, fingiendo indignación, pero su padre ya había captado su reacción. Era la misma que tenía cuando intentaba esconder algo de niña, como cuando negaba haberse comido una galleta antes de la cena.
La conversación murió ahí, dando paso a un silencio cómodo, solo interrumpido cuando Gonzalo encendió la radio. La canción que sonaba era un tema pop-rock que no le interesaba demasiado, así que llevó la mano a la pantalla táctil para cambiar de estación.
Sin embargo, Lidia lo detuvo, sujetando suavemente su muñeca.
—Déjala, me gusta esa canción —pidió con entusiasmo.
Sabiendo que no tenía escapatoria, Gonzalo accedió con un leve suspiro.
—Está bien.
Aunque no era su estilo de música, le pareció una buena oportunidad para aprender un poco más sobre los gustos actuales de su hija. Si iba a llevarse más sorpresas como la de la librería, mejor descubrirlas ahora.
Lidia empezó a cantar con una voz aguda y, por momentos, chillona, siguiendo la letra con emoción mientras balanceaba la cabeza al ritmo de la música. Gonzalo frunció el ceño, sorprendido. ¿Desde cuándo le gustaba cantar? Tal vez siempre lo había hecho y él nunca había prestado atención.
Pero más que su entusiasmo, lo que realmente le llamó la atención fue la letra de la canción:
—"No... no digas que es difícil arrancarte de mi corazón...
Si bastó un segundo para que te olvidara..."
Apretó los labios, incómodo. ¿Desde cuándo escuchaba este tipo de música?
—"Claro que no estoy mintiendo,
claro que no estoy muriendo por tus labios besar..."
Primero los libros, ahora esta canción. Todo esto junto le hizo darse cuenta de algo: tal vez sus salidas mensuales no estaban siendo suficientes. Se estaba perdiendo demasiadas cosas en la vida de su hija.
—"Mejores tragos he probado,
y no recaigo,
nunca volveré por algo tan amargo..."
Gonzalo suspiró, apretando un poco más el volante. La voz de Lidia sonaba despreocupada, disfrutando el momento sin notar la tormenta de pensamientos que se formaban en la mente de su padre. ¿Desde cuándo su pequeña hablaba de "tragos" y "labios" en canciones? ¿En qué momento había crecido tanto?
Un pensamiento incómodo se instaló en su cabeza.
¿Acaso, sin darse cuenta, se estaba convirtiendo en un padre ausente? El negó con la cabeza en repetidas ocasiones para sacarse eso de la mente.
Al llegar al estacionamiento subterráneo del edificio, Gonzalo apagó el motor y descendió del vehículo. Caminó hasta la cajuela y, con la facilidad que le daba la costumbre, sacó la silla de ruedas y la desplegó junto a la puerta del copiloto. Luego, la abrió y, con el mismo cuidado de siempre, la cargó en brazos.
Lidia nunca se lo decía, pero en esos momentos se sentía como una princesa. Había algo reconfortante en la forma en que la sostenía: con firmeza, pero sin brusquedad, como si fuera el tesoro más valioso del mundo.
Con delicadeza, Gonzalo la acomodó en su silla y se aseguró de que estuviera cómoda antes de empujarla hacia el elevador.
—No sabía lo lindo que cantabas —dijo de repente, con una sonrisa—. Incluso mejor que la chica de la radio.
Lidia sintió cómo el calor le subía al rostro.
—¿Cómo crees? —murmuró con una risita nerviosa, desviando la mirada.
—Lo digo en serio —insistió su padre mientras avanzaban por el pasillo.
—Pues… g-gracias, papá.
El elevador llegó y, al cerrar las puertas, el reflejo de ambos en la superficie metálica capturó la complicidad del momento. Una imagen sencilla, pero que decía más de lo que cualquiera de los dos expresaría en palabras.
Cuando entraron al departamento, las luces apagadas les indicaron que Tacha ya se había marchado. Gonzalo encendió las lámparas de la sala mientras empujaba suavemente la silla de Lidia hasta dejarla frente al mueble donde descansaban la televisión y la consola de videojuegos.
—Pon algo para jugar mientras preparo la cena —le pidió, dándole una palmada ligera en el hombro antes de dirigirse a la cocina.
Lidia asintió, aunque una parte de su mente seguía atrapada en la conversación con su padre. Todavía podía sentir el calor en sus mejillas por el inesperado cumplido.
Se inclinó ligeramente hacia adelante y comenzó a revisar los juegos apilados junto a la consola. Sus dedos recorrieron las carátulas gastadas con una familiaridad casi nostálgica. En esos pequeños momentos de tranquilidad, la casa se sentía realmente como un hogar.
Desde la cocina, el sonido del agua corriendo y el choque de utensilios metálicos indicaban que su padre ya estaba en marcha con la cena. Lidia sonrió para sí misma. No necesitaban mucho para estar bien… solo ellos dos y una noche más como cualquier otra.
Cuando Gonzalo terminó de preparar la ensalada de verduras, sirvió dos generosas porciones en tazones y los llevó a la sala. Se dejó caer en el sofá junto a la silla de Lidia, colocando los tazones sobre la mesa de cristal con un suave tintineo.
—¿Ya decidiste cuál jugaremos? —preguntó, tomando el control con un gesto relajado.
Lidia asintió con entusiasmo, su mirada brillando con anticipación.
—sera era este —dijo Lidia, mostrando la carátula de un juego con una ilustración colorida.
En la portada aparecían conejos de distintos colores, cada uno vestido para un deporte de combate. Había uno amarillo con guantes de boxeo, otro blanco con una cinta de karate en la cabeza y uno más con una máscara de lucha libre. En el fondo, un pavo real con una corona brillante y una capa elegante reinaba sobre un castillo, mientras dos pavos en armadura custodiaban su trono.
Gonzalo observó la imagen con incredulidad. No podía imaginarse que algo así fuera bueno; de hecho, le parecía completamente absurdo. No pudo evitar reírse para sus adentros. Los juegos de ahora eran muy extraños.
Aun así, con tal de contentar a su hija, decidió aceptarlo.
—Bueno, te lo explicaré, papá —dijo Lidia con una sonrisa mientras encendía la consola—. Puedes elegir a cualquiera de estos cinco conejos.
La pantalla del juego mostró un campo de flores invadido por pavos reales vestidos como guardias. En el fondo, el castillo del rey pavo resplandecía con tonos dorados.
—El objetivo es eliminar a la mayor cantidad de pavos posible en cierto tiempo. Mientras mas rápido mejor sera tu puntuación, también puedes potenciar tus ataques si tomas esa estrella de ahí.
Señaló una estrella brillante en la esquina de la pantalla.
—Entonces, puedes ir al castillo y enfrentarte al jefe… pero te recomiendo esperar hasta que hayas derrotado a todos los pavos antes, porque ellos lo van a defender.
Gonzalo arqueó una ceja con curiosidad.
—¿Y qué tan difícil se pone después?
—Bueno… este es el primer nivel, así que es sencillo. Pero más adelante los pavos reales incluso tienen armas de fuego o tanques para proteger a su rey. Mientras tanto, los conejos solo cuentan con su propia fuerza y espíritu.
Lidia lo dijo con tanta emoción que Gonzalo se interesó un poco más.
—Está bien, veamos qué tan bueno soy contra un ejército de pavos reales —dijo, tomando el mando.
Lidia rió y presionó el botón para quitar la pausa
Entre bocados de ensalada y risas provocadas por los torpes movimientos de sus personajes, la noche avanzó con una calidez reconfortante. Gonzalo, aunque no era precisamente hábil con los videojuegos, hacía su mejor esfuerzo por seguirle el ritmo a su hija.
—¡Papá, esquiva, esquiva! —exclamó Lidia entre risas, viendo cómo su conejo terminaba atrapado entre un grupo de pavos armados.
—¡Estoy intentando! Pero estos pavos son demasiado organizados, parecen un ejército de verdad —respondió él, moviendo el control con torpeza.
Lidia soltó una carcajada y le dio un consejo estratégico, aunque sabía que su padre probablemente lo olvidaría en cuanto el siguiente grupo de enemigos apareciera. Cada vez que él fallaba un golpe o caía en una trampa, ella soltaba pequeñas exclamaciones de frustración, pero sin dejar de sonreír.
En ese momento, entre el sonido de los botones presionados y las carcajadas compartidas, el mundo exterior dejó de importar. No existían preocupaciones, solo ellos dos, disfrutando de una noche más juntos.