Más tarde, Gonzalo se encontraba en el aparcamiento dentro de su auto, ordenando algunos papeles y acomodando su maletín. Una vez listo, se colocó el cinturón y encendió el vehículo. Justo cuando se preparaba para arrancar, una figura familiar se interpuso en su camino.
Adrián, el profesor de primer año, levantó su celular con una expresión que oscilaba entre la disculpa y la súplica. Gonzalo experimentó un dejá vu. Aquella escena era un reflejo de la semana anterior. Ya intuía lo que le pedirían antes de que el otro abriera la boca.
Bajó la ventanilla con un suspiro resignado.
—¿Necesitas que lo lleve? —preguntó con tono paciente.
Adrián asintió con visible alivio.
—Lo siento, la madre de David no va a llegar a tiempo. ¿Podrías hacerme ese favor otra vez?
Gonzalo se acarició la barba con una sonrisa ladeada. No era su responsabilidad, pero dejar al chico allí no era una opción.
—Claro, dile que se suba.
David apareció unos instantes después, mochila al hombro y un gesto indeciso en el rostro.
—Gracias, entrenador —murmuró al abrir la puerta trasera.
—Sube, anda. No muerdo... aún —bromeó Gonzalo, tratando de relajar el ambiente.
David sonrió levemente y se acomodó en el asiento trasero. Gonzalo encendió la radio, permitiendo que una melodía suave llenara el auto. Ajustó el retrovisor, echando un vistazo al muchacho, que observaba distraído por la ventana.
—¿Cómo estuvo la clase? —preguntó casi por instinto.
David tardó unos segundos en responder.
—Bien... algo difícil. Pero valió la pena, porque me gustó el partido. Y sin clases, no habría entrenamiento.
Gonzalo asintió con una sonrisa más cálida. Sabía que para David, como para muchos chicos, el fútbol era mucho más que un juego: era su refugio, su escape.
—Perdón por hacer que me traiga otra vez, entrenador —dijo David, frotando distraídamente el borde de su pantalón.
Gonzalo le echó una mirada de reojo y esbozó una media sonrisa.
—No te preocupes, no es molestia. —Hizo una pausa antes de preguntar—. Supongo que tu madre trabaja bastante, ¿no?
David bajó la mirada, jugando con la cremallera de su mochila.
—Desde que papá se fue... hace lo que puede por nosotros.
El silencio se escabullo entre ellos por un momento, apenas roto por la música baja de la radio y el sonido de las ruedas sobre el asfalto. Gonzalo giró en la siguiente avenida antes de hablar de nuevo, con un tono más suave.
—¿Y por qué no pudo venir hoy? Me imagino que anda al límite.
David revisó su celular, como si buscara una respuesta en la pantalla.
—Estos días en la empresa están haciendo recortes... y mi mamá trabaja en Recursos Humanos. Tiene que encargarse de despedir gente y... bueno, no es fácil.
Gonzalo asintió, comprendiendo el peso de esa responsabilidad.
—Debe ser duro para ella... para ustedes —comentó con sinceridad—. Pero seguro que hace lo mejor que puede.
David levantó la mirada y le sonrió a través del retrovisor, agradeciendo la empatía del entrenador.
Unos veinte minutos después, llegaron al vecindario donde vivían madre e hijo. Era una privada que desprendía lujo desde la entrada. Incluso la podadora en la que iba montado el jardinero parecía más cara que el coche de Gonzalo.
Los árboles estaban meticulosamente recortados, como si compitieran entre sí por ser el más simétrico. En los porches descansaban autos relucientes, y algunos dueños paseaban a sus perros, los cuales llevaban prendas probablemente más costosas que el sueldo mensual de muchos.
Aparcaron frente al domicilio del chico. La casa, como todas las del vecindario, tenía un diseño uniforme que rozaba lo monótono, como si hubieran sido construidas con la única intención de ser prácticas y desapercibidas. Sin embargo, ciertos detalles llamaban la atención.
Un ventanal de vidrio negro con sistema unidireccional reflejaba el entorno como un espejo oscuro. Junto a la entrada, una maceta con una planta espinosa parecía defender la puerta. Justo frente a esta, un tapete negro con huellas de perro estampadas con la leyenda de bienvenidogs.
David tomó su mochila y descendió del auto. Gonzalo hizo lo mismo y presionó el timbre. Un sonido breve resonó antes de que la puerta se abriera.
Frente a ellos apareció la madre del chico, una mujer bajita cuya frente apenas alcanzaba a llegar a la altura de la barbilla del entrenador. Su cabello rubio caía suelto sobre sus hombros, y su blusa de oficina estaba desabotonada en la parte superior, revelando un sostén morado con holanes. Gonzalo desvió la mirada con discreción, pero ella reaccionó rápidamente abrochándose la prenda, dejando entrever que quizá estaba a punto de meterse a la ducha antes de que llegaran.
Le dedicó una sonrisa encantadora y dijo con voz cálida: —Muchas gracias por traer a mi hijo.
David, ansioso por entrar, intentó abrirse paso, pero su madre lo detuvo levantando la mano para chocarla con la suya.
—¿Cómo te fue, campeón? —preguntó con cariño.
—Aunque perdimos, fue muy divertido —respondió el chico con una sonrisa antes de que ella finalmente le permitiera pasar.
Gonzalo, con su encomienda terminada, se despidió con amabilidad: —Fue un gusto, me paso a retirar.
Pero antes de que pudiera girarse, la mujer lo detuvo con un toque ligero en el hombro.
—Espere —pidió—. Quiero agradecerle por traer a mi hijo. La vez anterior no tuve la oportunidad de hacerlo.
Señaló el interior de la casa con un gesto sutil.
—Déjeme al menos invitarle una copa.
Gonzalo titubeó un instante, evaluando la situación. Podía notar el cansancio en sus ojos, pero también algo más, una especie de interés que no terminaba de descifrar.
Considerando esto revisó su reloj: Le quedaba una hora antes de que Tasha tuviera que irse, y pensó que quizás un pequeño descanso le vendría bien. Tal vez un buen trago, también. Aceptó la invitación de Laura con una ligera sonrisa, cruzando el umbral de la puerta.