Los Caballeros de la Causa Pérdida

III

Zapata, capitán de la guardia de Aztlán, tamborileaba los dedos, mirando las  pertenencias del desconocido sobre su escritorio, reflexionando, no se quería quedar solo con un humano reptil. Decidió finalmente. 
—Tráiganlo—ordeno a la guardia real—. Siéntenlo y atenlo a la silla 
Llevaron al desconocido con las manos atadas por cadenas, y eslabones en las  piernas. Le quitaron todo, incluyendo su abrigo y su sombrero. Lo sentaron y lo ataron  a la silla. 
—Váyanse—dijo Zapata a la guardia—. Soy Zapata, señor protector de Aztlán y  capitán de la guardia real. Por lo que pude oír. Heriste a dos de mis hombres, mataste  a otros dos y amenazaste con un arma de fuego a un pelotón. Por estos cargos, yo diría  que te mandaría a fusilar, o que te quemen los pies con ceniza ardiente, o te mandaría  a la dama de hierro… Pero soy hombre razonable y justo, te escucho monstruo,  escucho el porqué de tu locura. Habla. 
El astañol de ojos de serpiente. Se retorcía en la silla, gruñendo, acomodándose las ligaduras que le lastimaban las extremidades. 
—El Primordial me ordeno venir a Aztlán—dijo en voz baja—, y hablar con el  arzobispo encargado de estos lugares. Así que vine y vuestros hombres me impidieron el paso y me intentaron asesinar. A pesar de mis explicaciones, les dio para igual. 
—Aja—murmuro Zapata, mirando las armas y herramientas del astañol—. Si  es así ¿Dónde está la orden escrita? El Primordial da una orden escrita y sellada a cualquiera que manda. 
El desconocido apunto con la cabeza al abrigo. Zapata verificaba los bolsillos del  manto, metiendo la mano. 
—No tiene nada. Pero pesa mucho—dijo. 
—Mire dentro. 
En el interior había un bolsillo largo; ahí un cilindro hueco de cobre oxidado. Zapata lo abrió por la tapa de un extremo. Extrajo un grupo de papeles manchados y arrugados; mapas, viejas otras ordenes, y antiguos dibujos macabros. 
—Veamos—dijo, sacando una lupa para leer, revisando los papeles—. ¿Cuál será? Este no es… tampoco este… no es este… no… no… ah, ya lo encontré. Hum.  
Aquí dice: Ministerio de Religión y Primordial Jefe Espiritual de la Religión Única. La firma y el sello parecen originales, no son falsos. 
Zapata leía con especial atención la orden. Fruncía el ceño, a veces entrecerraba  los ojos, se le dificultaba leer. Termino, bramó. 
—Entonces tú vienes por ella, ¿verdad? —dijo. 
El astañol confirmo. 
—¿Tienes nombre? 
—Jäger. 
—Vienes de los Reinos del Norte. De Astaña, por lo que puedo oír en tu acento. 
—Sí. Vengo de Astaña 
—Tengo cierta curiosidad por tu aspecto—dijo Zapata— ¿Eres…? Agh, como se  dice, esos duendecillos del Norte, de orejas puntiagudas, y que es qué muy bellos ¡Como se llaman! Ah, elfos ¿Eres un elfo, Jäger? 
—Soy tan elfo como hermoso—sonrió Jäger, alzando su escamosa cabeza —. Además los elfos se extinguieron no más hace diez años. 
—¿Entonces eres un hombre?

—No, no del todo—la sonrisa del astañol se esfumo, como si lo hubieran  ofendido. 
—¿Qué eres entonces? 
—Una hada madrina. 
—Bueno, bueno, ya me quedo claro—dijo Zapata—. ¡Miguel! ¡Miguel! 
Entró un soldado de capa roja, azotando la puerta. 
—Desata al señor, Miguel 
El soldado cortó los lazos y busco en su cinturón la llave de las cadenas; abrió los eslabones de las piernas y brazos. Jäger se paró veloz, las piernas se le durmieron y los antebrazos marcados por las ligaduras entumecidos, le dolían, se los sobó.  
—Miguel, ve por unos tarros y sírvenos algo de pulque. Y tu Jäger, toma tus cosas, vamos a hablar de…bueno de ella. Siéntate, más cerca que más da. Dime, Jäger  ¿Tienes permitido tomar licor? 
—Claro—dijo Jäger sonriendo. 
—Pude ver tus armas; son de muy bueno calidad, envidia tengo de esas hermosuras. Debieron de costarte mucho. 
—No, el Primordial me las confino para mí profesión—el astañol se abrochaba  la gabardina 
—¿Cuál es tu profesión, es mercenario o general druida? 
—Soy un Caballero de la Causa Perdida. Un llanero.  
—¡Qué tiempos, Señor! —exclamó Zapata, alzando los brazos al techos—.  ¿Quién podría decir, ni chiflado siquiera, que existirían tales profesiones? El Primordial que antes enviaba monjes y frailes tontos a hablar de amor y perdón.  Ahora, de la manga, envía a seres como tú ¡Llaneros! ¡Fanáticos religiosos entrenados  para matar! ¡Brujos, mutantes cazadores de Futres y Nahuales! 
Se sirvió el pulque espumoso, frio y blanco. Zapata dio un largo trago a su  tarro, la espuma le corría por el cuello. Jäger bebía con recelo, dando pequeños sorbos, saboreando el amargo licor. 
—Como extraño el Norte, Jäger—monologo Zapata, bebiendo—. Desde que vine aquí, al nuevo continente, hemos vivido tiempos asquerosos. Sesenta años después, de la cuarta Guerra de Conquista; vencimos a los nativos Aztlántecas y nos quedamos con sus tierras, ellos aún siguen peleando en las fronteras de las colonias. Mientras nosotros los Astañoles, nos pelamos con los Ilimbleses y Thranceses por estas tierras malditas, como carroñeros. En las aldeas los mestizos hacen disturbios pidiendo libertad. Pero lo peor son eso monstruos y demonios que los Aztlántecas trajeron del Infierno; en los bosques acechan los Coxolotes y aúllan los Tlacacoyotl. En las colonias las Brujas y Yúscas se roban a los bebes para chuparlos, y en los cielos vuelan los bestiales Xiuhcoátl. 
—Esta es una orden no muy explícita ¿Sabe quién conoce los destalles de este  caso?  
—Pues claro, yo—dijo Zapata, con énfasis—. Conocerlos. Mi padre, y yo mismo  estuvimos en persona cuando pasaron. 
—Dígamelos—dijo Jäger en seco. 
—No te andas con rodeos, eh, directo al punto. Escucha—dijo Zapata, haciendo a un lado el tarro, inclinándose sobre el escritorio—. Cuando termino la Guerra de la  Conquista y entramos en esta ciudad, Aztlán. Nuestro, bien en paz descansé, virrey  Hernán, un racista con los indígenas de cabeza a cola, le ordeno a mi padre que las legiones mataran y torturan a todo indio que estuviera en la ciudad, y Hernán mismo  nos enseñó. A las mujeres la violaron, los jóvenes se convirtieron en esclavos eunucos y los bebes fueron ahogados en las tripas de sus padres, utilizaron muchas  herramientas de la Inquisición para torturarlos. Ah, pero lo que hizo luego Hernán, nos sorprendió, tanto que hasta la leche se nos secó. En pocas palabras, le hizo vástagos a Malintchí. Puedes creerlo, carnal. Una florista Aztlánteca, peor aún, una  campesina, una vulgar india y nuestro glorioso virrey. ¿Quién lo diría? Ni siquiera el príncipe Alejandro lo hubiera dicho. Masacro a todas esas mujeres y niñas, y ahora embaraza a una campesina de agua puerca ¿Qué incoherencias son estas, carnal? Todos nos quedamos boquiabiertos cuando en la fiesta de victoria los vimos juntos, él  besándole el cuello y ella triste agarrándose la tripa, ya grande. Pero no hubo boda ni  nada. Malintchí se fue a vivir en una chocita, en un islote a las afueras de la ciudad,  no se quedó en el palacio para vivir con la realeza. Supongo yo, que a Hernán le  desagradaba la presencia de la indígena. La cosa se puso más extraña cuando los niños  nacieron, aunque mestizos, se parecían más a los astañoles que a los indígenas estos,  la piel y cabello claro, altos, ojos azules muy parecidos al padre. Hernán los visitaba de  vez en cuando, les llevaba regalos, a veces los besaba y los abrazaba, los quería más  que a su otro verdadero heredero, no mestizo, el príncipe Alejandro. 
—¿Y el príncipe, como se comportó frente a sus medios hermanos? —curioseó  Jäger. 
—Muy maduro se comportó el príncipe. Jugaba y reía con ellos, nunca les hizo  maldades. 
—¿Cómo se llamaban los niños? 
—Uno creo que se llamaba… hum… Mexican y el otro… Tlaxcallan, no sé qué nombres feos les puso, provenían en ese idioma feo de los indígenas. Pero no me interrumpas, Jäger. Aquí, la historia se pone horrible. Pon atención. Malintchí  acostumbraba de ir a buscar flores en un bote a los islotes, lejos de la ciudad. Se  llevaba a los niños para cuidarlos, todavía no caminaban ni gateaban. En una noche,  sin dar razón, la choza de Malintchí se prendió fuego, ella trato de apagarlo, olvidando que el bote iban sus bebes quedaba a la deriva, la corriente lentamente se los llevo,  cuando Malintchí se dio cuenta ya era tarde, no quedaba rastro de ellos. Ella, al  instante le pidió ayuda a Herman. Él no se alarmo mucho, llamo a la guardia para que comenzara la búsqueda. Todos buscamos, la guardia, las legiones, los ciudadanos,  
durante días sin parar, también en las noches. Hasta que por fin, alguien encontró a  los niños junto al canal de la ciudad, sin vida. Malintchí enloqueció de pena,  desapareció corriendo, rasguñándose la cara, gritando por sus vástagos muertos. 
Zapata hizo una larga pausa, se estiro la espalda entumecida, mostrando una  enorme barriga, bebió un último trago del pulque. Se froto la cara de cansancio, suspiro. Jäger sentado, no sentía cansancio. 
—¿Qué paso después?—dijo, casi como un susurro. 
—Lo que paso después fue lo peor. Pasaron veinte años desde esa terrible  historia. Tuvimos paz en Aztlán, mucha buena paz. Ya habíamos olvidado a Malintchí. Cuando se empezaron a escuchar los lamentos a mitad de la noche, los lamentos de  
una mujer, te ponían la piel de gallina, lamentos repugnantes, que digo repugnantes,  infernales, no soportabas escucharlos. En las mañanas, las calles cubiertas de charcos  de sangre, las paredes de las casas estaban rasguñadas, perros y gatos destripados, sin  seso en la cabeza. Entonces, en una noche, un niñita salió de noche a, que es qué,  buscar agua al pozo, dice los padres. Solo te a aseguro, que en toda la ciudad resonó un  berreo de los mil demonios, más espantoso que los anteriores, agh, daba pesadillas, tenía palabras ese grito, palabras. Eran un… 
—¿Cuál era ese grito?



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En el texto hay: mitologia, accion, aventura

Editado: 25.10.2020

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