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Cascada de los Duendes, Lago Gutiérrez
Un rugido estremeció el bosque. Ronco, gutural, sus ecos fueron a morir a orillas del lago, que reflejaba la noche quinientos metros más allá. La luz de la luna en el claro reveló la silueta, gruesa y bestial ahora que la criatura había revelado su verdadera forma y se erguía sobre sus ancas. Sus ojos rojos relumbraron como brasas al clavarse en mí, que quedaba empequeñecida por sus más de dos metros de altura.
Me permití sonreír ante su furia incrédula. Era comprensible. A los treintiocho años ya no te molesta saberte anodina y común, carente de cualquier característica que pueda llamar la atención. Y yo, en particular, estaba agradecida de ser así. Todo los que me conocían veían un par de etiquetas inevitables: estatura arañando la media, una cara bonita gracias a los ojos celestes, oficinista, madre. Además de inevitables eran ciertas. Tan cierta como la más grande de mis etiquetas, la única que yo mantenía invariablemente oculta: cazadora.
Como mis dos hermanas. Como lo fueran mi madre y mi abuela, y la abuela de mi madre y la abuela de mi abuela. Algunas familias dejan herencias de comercios, deportes o adicciones a las nuevas generaciones. En la nuestra, cuando una mujer alcanza la pubertad, recibe una espada consagrada y una Cruz de Caravaca, la que tiene dos brazos horizontales. En vez de fiesta de quince, nosotras celebramos una cacería de iniciación, la primera que dirige la nueva cazadora de la familia.
El aliento fétido de la bestia silbó entre los colmillos amarillentos. Alzó las garras con actitud amenazante y volvió a rugirme en la cara, un rugido largo para ponerme en fuga sin luchar. No me moví, y apreté con fuerza la empuñadura de mi espada. En atención a mis gustos, al ser iniciada me habían regalado una auténtica katana samurai, traída de Japón especialmente para la ocasión. Me había costado aprender a manejarla, porque hasta entonces siempre había practicado con espadas occidentales, más cortas y livianas. Pero tras casi veinticinco años juntas, podía decirse que habíamos llegado a entendernos a la perfección.
Lo que mi katana y yo estábamos a punto de exterminar era un demonio nivel siete, una bestia estúpida y torpe, creada con el único propósito de formar una fuerza de choque. De tanto en tanto una de ellas hallaba una brecha hacia nuestro mundo, y entonces a los vecinos empezaban a desaparecerle las gallinas o las mascotas. Eran fáciles de detectar, y relativamente fáciles de matar.
Su bramido se interrumpió abruptamente y la bestia bajó la vista atónita hacia mi katana, que acababa de atravesarle el pecho. Con un solo tirón liberé la hoja y empuñé mi Cruz con la mano izquierda. Medía unos quince centímetros y se la veía ordinaria e inocua. Pero cuando el demonio se abalanzó sobre mí, la aplasté contra su pecho herido y la mantuve ahí, soportando el calor hediondo que me envolvía, los sacudones, los humores viscosos que chorreaban de la boca y la herida de la bestia. La Cruz creció y se encendió, envolviéndonos en un resplandor enceguecedor. La bestia comenzó a desintegrarse en la luz, y finalmente estalló con un último rugido desesperado.
Retrocedí, limpiándome la inmundicia de la cara para ver dónde pisaba. Donde un momento antes se erguía el demonio escapado del inframundo, no quedaba más que un puñado de cenizas humeantes y malolientes. Guardé la Cruz, que volvía a ser una pieza de madera ordinaria, inofensiva, y murmuré una oración breve de agradecimiento. Por suerte estaba cerca del arroyo, donde me lavé las manos y la cara. Hundí la katana en la corriente fría y cristalina, para que se llevara la inmundicia de la hoja. Me dejé caer sentada bajo un coihue al lado del agua y prendí un cigarrillo. Ya había perdido el último colectivo. Bien podía tomarme un descanso antes de caminar los tres kilómetros hasta donde tuviera señal para llamar un remís.
Menos mal que al día siguiente no me tocaba abrir la oficina.
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Editado: 01.03.2022