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Centro Cívico y Puerto San Carlos
El Dutch estaba vacío cuando llegamos. Gabriel, el dueño del bar, jugaba ajedrez en la barra con Diego, el único cliente tan temprano. Diego tenía unos veinticinco años, vestía siempre pantalones cargo y gorra calada sobre los ojos, ensombreciendo su cara. Era lo que podría llamarse mi informante, la única persona fuera de mi familia que sabía a qué me dedicaba realmente. Años atrás había sacado de su casa a un espíritu vengativo, y desde entonces, cada vez que se enteraba de algo que pudiera interesarme, “me pasaba el caso”, como solíamos decir.
Interrumpieron su juego cuando la puerta se abrió con un chirrido de madera quejosa. Al vernos entrar, Gabriel apartó el tablero con cuidado de no mover las piezas. Mauro y yo fuimos a sentarnos a la barra junto a Diego y aceptamos la botella de cerveza que Gabriel abría para nosotros. Poco después, Mauro estaba tras la barra, mirando videos con Gabriel, y yo conversaba a media voz con Diego, cerveza y cigarrillos a mano.
—Por lo que pude saber es lo que la gente llama un alma en pena —decía Diego—. Nada demasiado terrible, pero se está poniendo agresiva.
Reí por lo bajo, volviendo a llenar los vasos. —Y tus amigos pandilleros están muertos de miedo.
—Me contaron que la última vez que la vieron, pasó de la terraza del edificio de al lado al piso donde ellos estaban. Eso no es tan gracioso.
—Está expandiendo territorio. ¿Cuánto hace que murió?
—Seis meses, pero estuvo desaparecida hasta hace un par de semanas. Parece que la violaron y la mataron a golpes. La encontraron en una zanja sobre la Ruta 40.
—Pobrecita, yo también estaría enojada. Si no la mataron ahí, alguno de tus amigotes debe estar relacionado con lo que le pasó. Eso explicaría que aparezca donde se reúnen.
—Ese dato te lo debo. No es algo que la gente ande contando, “ayer nos cargamos a una”. Creí que al estar enterrada su fantasma no andaría por ahí asustando gente.
—La mayoría de los fantasmas están enterrados como Dios manda. ¿Tenés el nombre completo?
Mientras charlábamos, el Dutch se fue llenando y la música fue subiendo de ritmo y volumen. Cuando abrí la tercera cerveza, estábamos acorralados en un huequito contra la barra, rodeados de gente. Mauro apareció de la nada junto a nosotros y se apoyó en mis hombros con su mejor sonrisa.
—¡Aflojale a la birra que mañana abrís vos!
—Ni me lo recuerdes. Por eso tomo: para olvidar que tengo que empezar el día temprano y con Lucas. ¿Majo todavía no vino?
—No, pero en cualquier momento llega.
—Disculpá, ¿me darías fuego?
Nos interrumpimos para mirar a mi izquierda, al desconocido que nos enfrentó con una sonrisa. Encontré sus ojos color miel que me observaban con un destello entre irónico y provocativo que no comprendí. Le di mi encendedor, estudiándolo. Era de mi edad, y su ropa oscura quedaba oculta bajo un sobretodo negro decididamente ochentoso. El pelo le caía hasta los hombros, oscuro, ondulado en las puntas; barba de un par de días, cara agradable, de facciones discretas en las que la línea firme de la mandíbula aportaba fuerza y equilibrio. Un tipo con el que podría haberme ido. Y sin embargo.
—Gracias. —El desconocido me devolvió el encendedor, siempre sonriendo—. Blas, mucho gusto. —Alzó su vaso de Fernet—. Salud.
Me limité a asentir con una breve sonrisa de cortesía, todavía tratando de precisar qué era lo que no me terminaba de gustar de él, algo que a mi estómago no le cerraba. En ese momento entró un grupito de chicas precedido por una cabeza alta y clara, a cinco pasos y un mundo de gente de donde estábamos. La cabeza alta se abrió paso hacia la barra seguida por otra más baja pero igualmente rubia. La expresión de Mauro se iluminó.
—¡Ahí llegó Majo! —susurró.
—Sí, y Lucas —gruñí—. ¿Qué hace acá? Se supone que las chicas no salen de noche con sus padres.
No pudimos seguir hablando. Majo, la hija de veinte años de Lucas, ya me estaba estrechando en un abrazo caluroso. A pesar de la aversión que le tenía a su padre, Majo me parecía la chica más dulce y simpática que conociera en mi vida. Mientras la saludaba, Diego me tocó un brazo y se apartó de la barra. Se fue sin que pudiera siquiera despedirme de él. Me agaché para recuperar mi mochila.
—¿Ya te vas? —exclamó Mauro—. ¡Es viernes y estás sola!
—Pero como bien me recordaste, mañana abro yo. Dijimos una cerveza y ya terminamos la tercera.
Majo me detuvo tratando de hacerse la ofendida, pero no aguantó la risa y terminó contagiándome.
—En serio, chicos. Disculpen pero estoy cansada, y tengo colectivo en diez minutos. —Señalé a Majo intentando recuperar la seriedad—. Te lo encargo. Que mañana llegue temprano. Y entero.
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Editado: 01.03.2022