Los Caídos

Casa Embrujada - 2

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Avenida Bustillo de noche
 

Conocía esa casa. Claro que la conocía.

Los kilómetros rodaron bajo el colectivo mientras la recordaba.

Había sido la primera vez que mamá me había permitido acompañarla en una cacería. Yo tenía diez o doce años y estaba súper excitada. En la casa de los Quireipan no había ningún fantasma, sino un demonio nivel cinco: un perro infernal. Por algún motivo había establecido su territorio ahí cuando la familia se mudó, y había dado origen a la leyenda urbana de la casa embrujada. Nunca llegué a verlo. Mamá había destruido su cuerpo antes de llevarme, y la acompañé sólo para practicar la forma de sellarlo.

Me había dejado trazar los pentagramas en las paredes, incluso el grande en el suelo, en el centro exacto de la casa. Hasta me había permitido empuñar su Cruz, y habíamos recitado juntas la oración del sello. El pentagrama a nuestros pies se había encendido con una luz muy blanca y brillante que se extendió por toda la casa mientras rezábamos. Cuando terminamos, apoyó su mano en el suelo y permaneció muy quieta varios segundos. Después me enfrentó con sonrisa orgullosa.

—Está hecho —habían sido sus palabras.

Me bajé del colectivo todavía perdida en mis recuerdos y caminé las cinco cuadras por calles de tierra poco iluminadas, tranquilas, seguras.

Y ahora un chico había muerto en esa casa bajo las feroces mordeduras de una jauría de perros asilvestrados. Por supuesto.

Lo que me sorprendía tanto como me preocupaba era que el perro infernal estuviera suelto de nuevo. No porque fuera una criatura especialmente difícil de enfrentar. El problema era que la única forma de que quedara en libertad era que alguien hubiera roto el sello. Así como mi bisabuela había sido experta en ayudar a los espíritus a cruzar, y mi tía Lily era la mejor cazadora de parásitos del continente, nadie superaba a mamá con los sellos. Romper un sello hecho por ella requería un grado de conocimientos y poder que rara vez se encuentra. En mi familia era aceptado por unanimidad que ninguna de nosotras estaba en condiciones de hacerlo. Entonces quién, cómo, por qué…

Subí los escalones hacia la puerta de casa suspirando. Había pensado que podría irme a dormir temprano. Cenar con Ariel, mirar una película y hasta mañana. Pero no podía dejar esto sin revisar. La nota en el diario iba a despertar curiosidad y atraer gente a la casa. La gente es así. Les decís que hay fuego o un tiroteo y no corren en la dirección opuesta, sino que tratan de acercarse para sacar fotos para Facebook. Tenía que ir a lo de los Quireipan esa misma noche.

Apenas abrí la puerta, un tsunami de música ahogó mis conjeturas. No Return, para variar. Al menos era más llevadero que Slot Coin, que me deprimía de sólo escuchar la voz de Stewie Masterson.

—¡Hola, ma! ¡Ya bajo la música!

Ariel se apuró a hacer lo que decía y pude trasponer el umbral sin demasiado peligro de quedar sorda de por vida. Dios, los adolescentes hoy en día tienen oídos de amianto. Mi hijo ya estaba en el comedor de nuestra casita para saludarme.

—¿Todo bien, ma? ¿Cómo te fue hoy?

—Bien. —Me encogí de hombros y le lancé una mirada de costado. ¿A qué venía tanto recibimiento?—. ¿Y vos? ¿Qué hiciste hoy?

—Estudié para el examen de geografía, hice las compras, ordené mi cuarto, ¡y te hice mate!

Era demasiado. Lo abracé en un ataque de orgullo maternal, palmeándole la espalda.

—¡Te quiero tanto! ¡Sos el mejor!

Ariel se deshizo de mi abrazo con la habilidad adquirida en trece años de hijo único y me cebó un mate espumeante. Lo tomé y me dejé caer en una silla con un suspiro. Ariel me tendió el diario abierto en la sección de policiales. Reconocí la noticia con una sola mirada: la muerte del chico en la casa de los Quireipan.

—¿Viste esto? —preguntó muy serio, dejando el diario sobre la mesa frente a mí—. Me llamó la atención en cuanto lo vi. No puede haber sido un perro normal lo que mató a ese pibe.

Tardé en volver a enfrentarlo, la vista clavada en la foto de la casa. No me gustaba escucharlo hablar así. Hacía sólo un año que sabía que yo era una cazadora, y me impresionaba la madurez con que encaraba todo el asunto. Pero a medida que pasaba el tiempo, me inquietaba cada vez más. Yo debería haber tenido una hija mujer que continuara mi labor, pero sólo lo había tenido a él.

Después de que su padre y yo nos divorciamos, había empezado a notar su inusual tendencia a interesarse por lo que la gente llama “lo oculto”, y con los años no había podido dejar de advertir que su instinto era más agudo de lo que fuera el de las mejores de nosotras a su edad. La familia lo había notado también, y para gran escándalo, una de mis abuelas había sugerido que debía iniciarlo. Alguien tendría que hacerse cargo de la zona cuando yo ya no estuviera en condiciones de protegerla. Él era el candidato natural, aunque no tuviera ovarios que lo ayudaran a detectar la presencia de criaturas del inframundo.




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