Los Caídos

Casa Embrujada - 4

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No era el primer perro infernal que enfrentaba, y pronto comprobé que era mucho más fuerte de lo que se suponía que podía ser. Saltó sobre mí con otro gruñido, su cuerpo en llamas describiendo un arco ardiente en el aire, las garras delanteras extendidas y la boca abierta. Lo rechacé como pude. Esa habitación estrecha no me convenía. Necesitaba más espacio para no convertirme en una presa demasiado fácil.

El demonio cayó parado y giró hacia mí. Además de demasiado fuerte, era más rápido que sus hermanos. Amagué atacarlo y logré quedar de espaldas a la puerta abierta, a sólo dos pasos. Cuando el perro volvió a saltar hacia mí, retrocedí hacia el pasillo. Me alcanzó en un instante. Corría con movimientos elásticos, como un lobo. Me adelantó sin que yo pudiera evitarlo y se plantó ante la puerta de la cocina, cortándome la salida hacia el jardín. Me detuve bruscamente. Inspiré hondo, los ojos fijos en los colmillos desiguales y ponzoñosos. Así que íbamos a pelear ahí adentro.

Cuando volvió a atacarme, alcé la katana empuñándola con las dos manos y la dejé caer con todas mis fuerzas sobre él. Lo abrí al medio desde la cabeza hasta el anca. Cayó a mis pies retorciéndose pero no pude rematarlo, inmovilizada por un dolor ardiente en mi brazo izquierdo. Me había dado un zarpazo antes de que lo abriera en dos. Retrocedí aferrándome el brazo herido. Mi campera de cuero estaba rasgada del hombro al codo y empezaba a humedecerse con sangre. Aquello no estaba yendo nada bien.

Como todos los de su especie, el olor de mi sangre pareció revivirlo. Antes de que pudiera sacar la Cruz, vi atónita que su cuerpo destrozado se volvía a unir y se levantaba, las llamas cerrando la brecha que abriera mi katana. Sus ojos se encendieron con un fuego verdoso y jadeó, mostrándome los colmillos que goteaban veneno.

Imposible describir los siguientes minutos, que parecieron durar horas. El demonio volvió a atacarme una y otra vez. Yo tenía un brazo inutilizado, obligándome a elegir entre la katana o la Cruz. Y contra toda lógica, mi hoja consagrada no surtía ningún efecto en él, más que demorarlo para volver a reconstruirse después de cada herida que yo le infligía. Sus garras me alcanzaron varias veces y podía considerarme afortunada que no fueran sus colmillos. Su veneno me mataría en el tiempo que tardara mi sangre infectada en alcanzar mi corazón.

Necesitaba usar la Cruz, pero no sabía cómo iba a poder ponerla en contacto directo con su cuerpo y mantenerla ahí lo suficiente para que actuara. El demonio seguía bloqueando mi única salida y yo seguía debilitándome. Y si el perro me derrotaba y se alimentaba con mi cuerpo, iba a ser lo bastante fuerte para romper lo que quedaba del sello atándolo a la casa. Después de comerme, iba a estar libre para ir adonde quisiera y atacar a quien quisiera.

No lo podía permitir.

Conseguí cercenar su cuello. Mientras su herida se cerraba, su pelambre de fuego relumbrando en la oscuridad, obligué a mi brazo izquierdo a doblarse y hundí la mano izquierda en mi bolsillo. Cuando forcé a mis dedos a cerrarse en torno a la Cruz, el dolor fue tan intenso que me hizo hormiguear la cara, algo que sólo me había sucedido durante las contracciones del parto de Ariel. En ese momento el perro volvió a la carga.

Me incliné hacia atrás, trazando un amplio arco horizontal con la katana frente a mí. El perro adivinó mi movimiento y desvió su salto hacia la derecha. Sentí el fuego y el dolor lacerante cuando sus colmillos se clavaron en mi mano. Sus mandíbulas chasquearon al cerrarse sobre su presa. Me quedaba menos de un minuto de vida. Pero junto con la muerte, el demonio me estaba dando la oportunidad que buscaba. Arranqué la Cruz de mi bolsillo y la aplasté contra su cabeza, entre los ojos ardientes. Sus colmillos enterrados en mi carne le impidieron apartarse a tiempo. Los segundos que demoró en arrancarlos de mi mano fueron su perdición.

La Cruz se encendió en un fuego blanco que lo cubrió y la casa se llenó con el siseo de los dos fuegos que combatían. Me agaché siguiendo su forma menguante en aquella luz enceguecedora. La cabeza me daba vueltas, un temblor incontenible me recorría el cuerpo. En ese momento actuaba sólo por instinto, incapaz de coordinar dos ideas coherentes en la niebla fría y viscosa que llenaba mi cabeza. Caí sentada en el piso, sosteniendo la Cruz frente a mí hasta que el resplandor se extinguió. Todo giraba a mi alrededor. La puerta de la cocina ondulaba a sólo dos pasos. La poca luz que entraba desde afuera se iba desvaneciendo. Atiné a apretar la Cruz contra mi pecho. Sentí el calor que irradiaba y que la pared se tambaleaba tras mi espalda.

Sabía que tenía que restaurar el sello, pero ya no podía moverme. Mis ojos se cerraron sin que pudiera evitarlo. Alcancé a pensar en Ariel, durmiendo en casa. Tal vez quedar a cargo de su padre no fuera tan malo para él. Al menos tendría una vida normal. Y mucho más segura.




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