Los Caídos

Dos en el Espejo - 1

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La noche se reflejaba plácida sobre el lago y me llevó un momento reconocerlo: el Gutiérrez. Miré a mi alrededor un poco sorprendido. ¿Cómo sabía dónde estaba? ¿Por qué estaba tan seguro de que ése era el nombre del lago? ¿Por qué tenía en mi cabeza un mapa tan claro que me decía que estaba en una ciudad llamada Bariloche, en una región llamada Patagonia, en un país llamado Argentina? ¿Por qué era el año 2007? Mi último recuerdo era Francia durante la Segunda Guerra Mundial, o sea… ¿1941?

Entonces sentí el tirón. Venía de una casa oscura a orillas del lago. La energía que llegaba hasta mí indicaba que había un demonio ahí. También había un humano. Un momento de concentración me indicó que el humano y el demonio se buscaban mutuamente.

Eso aclaró algunas dudas acerca de qué hacía ahí. Aún después de tantos siglos, mi instinto seguía siendo infalible, mal que me pesara. Seguí el flujo de energía. No recordaba haber descubierto nunca algo así en mi entorno inmediato. Eso alimentó mi curiosidad. Decidí acercarme con cuidado. Nada podía tomarme por sorpresa a esa altura, pero no venía mal ejercitar un poco de cautela.

El jardín trasero de la casa bajaba hasta la orilla misma del lago. A mitad de camino, cerca de la puerta trasera, se alzaba un árbol viejo y frondoso que se inclinaba hacia el agua. Lo identifiqué como un coihue, de la familia de los notofagus. Y de inmediato me pregunté de dónde había sacado esa información. Pero eso era un coihue, y los arbustos espinosos que cubrían buena parte del jardín eran rosa mosqueta, una especie exótica introducida por los inmigrantes europeos que… Contuve esa avalancha incomprensible de información mientras me adelantaba sin ruido hacia la casa. Un misterio por vez. Primero quería saber por qué estaba ahí.

Distinguí una silueta bajo el árbol. Un hombre. ¿Era el humano que buscaba al demonio? No. La persona que buscaba al demonio estaba dentro de la casa, no afuera. Estudié la silueta un momento más y me quedé sin aliento: ese hombre no era un hombre. Dentro de ese cuerpo de forma humana había otra cosa, una energía mucho más sutil, mucho más fuerte que el simple espíritu humano. Ese hombre ahí delante era igual a mí.

Me acerqué sin prisa para dar tiempo a que el otro me descubriera. Estaba por prender un cigarrillo cuando ladeó la cabeza en mi dirección y pude ver su expresión de asombro. Llegué a su lado en silencio y lo saludé con un breve cabeceo, ignorando la estupefacción en su cara, el cigarrillo apagado colgando de sus labios separados, las manos caídas a los costados.

—¿Te molesta si me quedo a ver? —pregunté, desviando la vista hacia la casa.

El hombre sólo atinó a asentir.

En ese momento el demonio y el humano dentro de la casa se encontraron. Me tocó a mí sorprenderme: el humano le hizo frente al demonio, un perro infernal encadenado a la casa, y comenzaron a luchar. Las explosiones de energía reverberaban en el aire a cada choque. Afuera, bajo el árbol, el hombre y yo permanecimos lado a lado, de cara a la casa, siguiendo las alternativas de la pelea.

—No esperaba encontrar a otro Caído acá —dije, intentando empezar una conversación que me permitiera saber algo de él—. Soy Raziel, de la tribu de Miguel.

—Me imaginé —respondió el hombre con acento casual—. El uniforme te vende.

Miré hacia abajo y vi que tenía razón: llevaba puesta mi chaqueta azul oscuro de faldones hasta las rodillas, mi ancha faja blanca en la cintura y mis botas de caña alta. Él vestía ropa moderna, jeans, botas, un suéter negro, un sobretodo oscuro. Asentí. Sí, el uniforme me delataba.

—Así que de la tribu de Miguel —dijo—. ¿Centinela?

Sonreí de costado y evité mirarlo al responder. —Exorcista.

Sentí su mirada incómoda al escucharme. Se relajó enseguida, pero su reacción indicaba que él tenía alguna relación con la presencia del demonio en esa casa.

Permanecimos en silencio, siguiendo un momento difícil de la lucha que aún se desarrollaba en la casa.

—Es la primera vez que te veo por acá —dijo luego—. ¿Recién llegado?

Aprecié la ironía de su forma de expresarse. —No, hace rato que ando por ahí. En realidad no sé bien qué hago acá. Creo que me despertó la energía que se mueve en esta casa.

—No sería raro. Nacido exorcista, siempre exorcista, dicen. —Era evidente que yo era un efecto colateral que no había anticipado, y que no le hacía demasiada gracia—. Blas Elorriaga, mucho gusto.

Giré la cabeza para mirarlo. Se encogió de hombros manteniendo los ojos en la casa. Habló en un gruñido bajo, rabioso, y su aura se densificó de una forma que me provocó un escalofrío.

—Alguna vez fui heraldo y mi nombre era Zorael…

—De la tribu de Gabriel —completé, asintiendo.

—Ya no importa. Eso fue hace mucho.




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