Los Caídos

Dos en el Espejo - 2

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Me despertó el mismo impulso que me sentó en la cama. Encontré a tientas el celular en la mesa de luz para ver la hora. Las tres de la mañana. ¿Qué hacía despertándome a esa hora después de haber soñado con la socia de Maurito? Reformulé la pregunta: ¿qué mierda hacía soñando con ella? Se me nubló la vista y se me cayó de la mano el celular. ¿Celular? ¿Qué era un celular? Sí, era esa cosa negra y rectangular que resbalara entre mis dedos, pero, ¿para qué servía? Una punzada de dolor entre los ojos me hizo apretarme el puente de la nariz. Abrí los ojos lentamente, sólo lo necesario para mirar a mi alrededor. ¿Dónde estaba? ¿De quién era esa casa? ¿Por qué estaba ahí? Un momento atrás estaba a orillas de un lago llamado Gutiérrez, frente a una casa donde un demonio…

¿¡Qué!?

Me apreté las sienes con ambas manos, mareado y confundido. Aparté las mantas de un tirón y me levanté, con tanta brusquedad que todo giró a mi alrededor. Me quedé quieto hasta que las cosas volvieron a su lugar y me apuré hacia el baño, sintiendo el estómago revuelto. Necesitaba refrescarme la cara. El agua fría me ayudaría a despejarme.

Agua. ¿En la cara? Yo no tengo una cara que el agua pueda tocar. Mi cuerpo es demasiado sutil para eso.

Prendí la luz de un manotazo y volví a paralizarme, los ojos desorbitados fijos en la mano frente a mi cara. En ese momento ni siquiera registré que había necesitado prender la luz para ver. Sólo podía mirar esa mano. Carne, nervios, músculos, huesos, vasos sanguíneos que palpitaban. ¿Qué me había pasado? ¿Cómo podía haberme densificado tanto? Entonces el shock fue devastador. Porque detrás de esa mano extraña había un hombre mirándome con expresión crispada, un brillo de locura en sus ojos. Un humano.

Cerré los ojos otra vez y sacudí la cabeza. Enfrenté el espejo agitado. ¿Qué me estaba pasando? Mi propia expresión desencajada me asustó. Me pregunté si seguía dormido y estaba soñando. Abrí el agua fría, me lavé la cara, me refresqué la nuca. Una gota resbaló bajo mi remera y por mi espalda. Me estremecí de pies a cabeza.

Agua. Humedad. ¡Podía sentirla!

Otra puntada entre los ojos me hizo vacilar y me apoyé en el lavatorio. Me zumbaban los oídos.

¿Por qué me zumbaban? Yo no tenía sangre que pudiera acelerar su circulación como para marearme. Yo era incapaz de marearme, también. Ni podía dolerme la cabeza. Ni podía sentir agua, frío, calor. Mi cuerpo no tiene ningún equivalente a los nervios animales.

Me agarré la cabeza. Estaba empezando a asustarme en serio. ¿Qué mierda me estaba pasando? Si era un sueño, se estaba convirtiendo en una pesadilla. Volví a mirar el espejo y retrocedí espantado. ¿Dónde estaba mi pelo largo? ¿Dónde estaba mi uniforme? ¿Por qué estaba descalzo, con esos pantalones tan cortos que apenas cubrían mis muslos, con esa camiseta holgada? ¿Por qué podía sentir el frío del piso sobre el que estaba parado? El miedo mismo me provocó una arcada. Giré hacia el inodoro, sintiendo el calor ácido que trepaba por mi garganta.

—¡Mierda! —gruñí cuando pude articular sonido. ¿Desde cuándo usaba esas palabras?—. ¿Qué carajo me pasa?

Otra punzada dolorosa me apartó del inodoro y caí de rodillas en el suelo de cerámicos blancos, veteados. De pronto relumbraron, cegándome. Y en esa luz deslumbrante las escenas se atropellaron contra mis ojos cerrados. Me cubrí la cara con un gemido. Mi hija Majo. ¿Un camino por el bosque? Era la ruta a Tronador, ahí estaba el Mascardi. ¿El qué? ¿Qué era Tronador? ¿Quién era Majo? Un grupo de pasajeros australianos. Sí, los O’Malley. El Valle Encantado del Limay a la vuelta de mi primera guiada a Villa Traful. Mauro, mi mejor amigo. Mi casa. ¿Qué hago con un bebé en brazos? Nayla…

El dolor que me sacudió al evocar su cara sí que me era conocido. Era el mismo que me había obligado a guardar bajo llave todas sus fotos. No importaba que ya habían pasado más de diez años desde el accidente. Ignoraba si alguna vez sería capaz de ver su cara sin que el dolor me derribara. ¿Qué dolor podría derribarme a mí, que había liderado a los mejores exorcistas? ¿Nayla? Mi esposa, mi primer amor, la madre de mi única hija. La que me abandonara con una sonrisa en sus labios de miel. La que había cerrado los ojos en mis brazos para nunca despertar.

Me agarré del lavatorio e hice un esfuerzo por levantarme. Una vez más enfrenté el espejo, mi propia cara desencajada, mi mirada febril. Claro que era yo. Lucas Pefaure. Cuarenta años, guía de turismo, viudo, padre de la chica más linda y adorable del universo, amigo del mejor tipo del mundo, nacido y criado en Bariloche, el lugar más lindo del planeta. Leo con ascendiente en Escorpio. Mono en el horóscopo chino. ¿Qué otra pelotudez podía agregar para que esta pesadilla de mierda me dejara en paz?

La autoconmiseración no te acerca a la comprensión. Mucho menos a la redención.

Vaya novedad. Miguel y sus obviedades. Hacía más de quinientos años humanos que él mismo me había expulsado, cumpliendo la sentencia dictada por el jurado presidido por el propio Gabriel. Todo por culpa de ese maldito alquimista que enloqueciera de dolor al enviudar. El imbécil no había tenido mejor idea que invocar a un demonio para que resucitara a su esposa. Claro, uno de nuestros principales colaboradores se pasaba de bando, se volcaba a la magia negra, revelaba tantos de nuestros secretos a cambio de que le devolvieran a su mujercita viva. Y yo tenía que salvarlo y ayudarlo a comprender su error. Evitar que el demonio se comiera su alma y lo mandara a hacer gárgaras, traicionándolo como traicionan todos los demonios desde que se inauguró el infierno. Al fin y al cabo, a mí no se me había pasado por la cabeza empezar con el vudú y el espiritismo cuando perdí a Nayla, y eso que…




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