- 3 -
El olor a fruta recién cortada perfumaba toda la casa. Ariel entró arrastrando los pies, más dormido que despierto, y se acercó a Lucía en la cocina.
—Hola, hijo. No te esperaba tan temprano.
—Papá quería ir al súper antes de que se llenara y me levantó al alba —murmuró él con voz pastosa, le besó la mejilla y le robó media manzana—. ¿A qué hora tenemos que estar en lo de Mauro?
—Estamos bien de tiempo. Podés darte una ducha para despabilarte, si querés.
—Mejor me tiro un rato. Despertame para irnos.
Lucía meneó la cabeza oyéndolo arrastrar los pies hacia su pieza. Seguro que se había quedado jugando toda la noche. Era una batalla perdida, pero no podía dejar de enojarse porque su ex fuera tan blando a la hora de poner límites. Tenía que recordarse una y otra vez que la gente común no se había criado como ella, en el seno de un matriarcado de guerreras, donde la disciplina era más rígida que un cuartel. Igual le daba bronca.
Cuando la ensalada de frutas estuvo lista y bien guardada, se asomó a la pieza de Ariel. Lo encontró leyendo un cómic, bien despierto y con un cartel luminoso que anunciaba su mal humor. La miró de costado sin bajar la revista.
—Fuiste a la casa del Gutiérrez —dijo, enojado.
Su afirmación la tomó por sorpresa y asintió.
—Y el perro resultó más duro de lo que esperabas, ¿no? —Vio que estaba por responder y la silenció con un gesto—. El botiquín abierto y las vendas con sangre en la basura del baño. Tenés la mano vendada. ¿Dónde más te lastimó?
—Estoy bien, Ariel —aseguró Lucía con suavidad—. Sabés que no tenés que preocuparte por mí.
El chico se sentó en la cama con brusquedad. —Lo decís como si lo hiciera a propósito. Ya sé que estás entrenada y que no lo hacés por obligación, pero… ¡mierda! ¡No puedo evitarlo!
Lucía cruzó la habitación en dos pasos y se acuclilló frente a él. Su mano vendada subió a acariciarle la mejilla y apartarle el flequillo de los ojos. Su sonrisa estaba llena de ternura y gratitud. Hubiera querido decirle algo, pero sabía que si despegaba los labios, la emoción la iba a ganar e iba a terminar llorando. Y eso sólo empeoraría las cosas. Ariel volvió a gruñir, tratando de hurtar la cara a su caricia.
Mauro los recibió con una sonrisa radiante, besó la mejilla de Lucía y chocó puños con Ariel.
—¡Hola, pasen! Ariel, Andrés te está esperando afuera.
Lucía y él se quedaron viendo cómo Ariel cruzaba la casa corriendo hacia el jardín y oyeron a los dos chicos saludándose.
—Voy a guardar la ensalada de frutas en la heladera —dijo ella.
—Yo vuelvo a la parrilla, que dejé a Majo cuidando el fuego.
Lucía rió por lo bajo y se dirigió a la cocina. Era bueno cambiar la rutina, una excusa para comer todos juntos, disfrutar un rato al aire libre y dejar pasar el tiempo entre amigos, sin mirar tanto el reloj. Un momento de relax que venía necesitando hacía bastante. A pesar de todo, su sonrisa no pasó más allá del umbral de la cocina. Lucas cortaba ensalada en la mesada. Disfrutar un domingo entre amigos. Me había olvidado de este pequeño detalle.
Aprovechando que Lucas estaba de espaldas, fue hasta la heladera tras él y abrió la puerta para que la ocultara mientras guardaba el postre.
Él la oyó y miró por sobre su hombro, sin ver más que sus piernas. —Nena, pasame más lechuga que con esto no va a alcanzar —dijo, creyendo que era su hija.
El gruñido que le llegó desde la heladera lo hizo girar. Lucía puso la lechuga en su mano con bastante más fuerza que la necesaria, enfrentándolo con una mirada furibunda.
—No me llamo nena —gruñó—. Y las cosas se piden por favor.
Dio media vuelta y se fue. Lucas se la quedó mirando, todavía sorprendido. Un momento después sonrió, meneó la cabeza y siguió cortando la ensalada. No le resultó raro que cuando llegó la hora de comer, Lucía esperara a ver dónde se sentaba él para ocupar el asiento más alejado.
#4611 en Novela romántica
#145 en Paranormal
angeles y demonios, romance sobrenatural, amor peligro secretos
Editado: 01.03.2022