Los Caídos

El Dilema del Hombre Ausente - 3

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Ni rastros de colectivos. Un taxi libre dobló la curva hacia mí. Raro, lo normal hubiera sido verlo pasar en dirección contraria, hacia el centro. Mi billetera se retorció de dolor cuando lo paré, pero no tenía alternativa. Mi abuela Nita siempre decía que todo el entorno tiende a ser solidario con una cazadora cuando tiene una misión importante. Y parecía que ése era el caso. Si no hubiera estado con Julián, si no hubiera sentido la urgencia súbita de bajarme del remís e ir a esa playa en particular, y ninguna otra de todas las que se abren entre el centro y mi casa, nunca habría descubierto el conjuro. Siguiendo ese razonamiento, la aparición providencial de este taxi confirmaba mi corazonada de que tenía que apurarme.

Le escribí a mi hermana Julia. Iba a necesitar toda la información que pudiera juntarme antes de enfrentar a ese demonio. Después llamé a Inés. Ya estaba enterada de la muerte de Marcelo porque Lucas acababa de llamarla. Resoplé al escuchar una excusa tan tonta. ¿Qué tenía de malo reconocer que todavía estaba con él cuando Mauro o alguien más lo había llamado para avisarle? La dejé hablar porque hacía rato que no veía a Marcelo y no tenía idea qué era de su vida. Tal vez Inés supiera algo que me pudiera dar un indicio.

Llegué a casa todavía hablando con ella, y estaba abriendo la puerta cuando mi amiga dijo las primeras palabras importantes de la conversación: Marcelo se había separado a principios de año. La había pasado mal. Estaba muy enamorado de su mujer y extrañaba como loco a su hijita de dos años. Hasta que conociera a una chica bastante menor que él.

—Dicen que tiene veinte, pero la verdad que yo los vi juntos y esa nena no parecía siquiera mayor de edad. Me acuerdo que era bonita, aunque nada fuera de lo común. Eso sí, usa unos vestiditos que no entiendo cómo se anima a salir a la calle.

Eso sonaba conocido.

—¿Todavía estaban juntos? —pregunté.

—No. Marcelo se reconcilió con su mujer el mes pasado. Se mudó de nuevo con ella y cortó con su noviecita. Pero parece que la nena no se tomó bien que la dejara. Por lo que sé, se la pasaba llamándolo y escribiéndole. Me contaron que la otra vez se le apareció en la agencia. Y hace cosa de una semana hasta le tocó el timbre en su casa, ¡y quería hablar con su mujer! Parece que fue un momento bastante desagradable, porque la chica no se quería ir y lloraba a gritos en la puerta. Casi tuvieron que llamar a la policía.

—Qué mal —murmuré, repasando lo que había dejado sobre la cama: la Cruz, la katana, un libro de rituales, una ampolla de agua bendita.

Tenía la sensación de que nada de eso iba a alcanzar. Alguien le habló a Inés en ese momento, diciendo que se tenían que ir. Sonreí al reconocer la voz de Lucas y le permití despedirse sin preguntas ni burlas incómodas. Cuando tuve todo guardado en un bolso, empezaron a llegar los mensajes de mi hermana. No me apuré a abrirlos. Podía leerlos de camino a la oficina. Llamé un remís. Si llegaba a derrotar a ese demonio, le iba a pasar factura de viáticos. Reí por lo bajo de mi propia ingenuidad. Derrotarlo… A último momento saqué mi wakizashi, la espada corta que acompaña a la katana samurai. Consagrada como estaba, tenía la doble utilidad de usarla como arma defensiva si la katana no alcanzaba, y formar una cruz con ambas hojas. No eran tan poderosas como la Cruz, pero igual servían.

Salí de casa tratando de apartar de mi cabeza la imagen de la chica en la playa. En un intento desesperado por recuperar a su amante, había cometido el peor error: buscar una solución mágica. Debía tener alguna bruja en la familia, porque ese conjuro no lo conocía mucha gente. Ni siquiera aparece en las revistas esotéricas, que a veces publican verdaderas aberraciones con tal de rellenar la columna de hechizos, poniendo magia negra al alcance de sus lectores para que consigan lo que buscan.

El mercado de la oscuridad se mueve con los tiempos. Los del inframundo siempre están interesados en ampliar la clientela. Son los grandes usureros del espíritu. Prenda esa velita roja y diga esa oración para encontrar un buen empleo. Sólo que el precio es alimentar a un demonio larvario, que se va a nutrir de tu energía vital hasta dejarte seco como una piedra. Esos son los intereses. La famosa letra chica de un contrato jamás mencionado. Pero ahí va el flamante ejecutivo, muy contento. Atribuyendo su fatiga a la presión del nuevo puesto y pasándole la receta infalible a todos sus amigos. Mientras allá abajo se frotan las manos y sonríen.




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