Los Caídos

La Corrupción del Deseo - 2

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Comencé a recitar la última parte del ritual manteniéndome oculta entre los matorrales. Mi intención no era inhibir las habilidades mágicas de la chica: quería hacerlas desaparecer por completo. Esa brujita que estaba entregándose de nuevo a un demonio, sus gemidos enronquecidos delatando más placer que dolor, no iba a poder siquiera espantar un mosquito sin un buen insecticida. Me iba a asegurar que nunca en su vida volviera a hacerle daño a nadie.

Sus jadeos a pocos pasos, mientras el demonio la poseía en completo silencio, alimentaban una rabia sorda que parecía quemarme por dentro. Esa bruja había invocado a un ser tan cruel sólo por egoísmo. Había sentenciado a muerte al hombre que decía amar sólo porque él no la correspondía, o porque amaba a otra persona. Y ahora gritaba de placer en los brazos del asesino. Jamás se había detenido a considerar si lo que hacía estaba bien o mal. Jamás le había importado lo que Marcelo sentía o necesitaba. Sólo lo que ella misma quería. Y ni siquiera eso, en realidad, porque ahora su deseo sin dirección jadeaba de satisfacción, aplastada bajo el demonio, dejándose lastimar y ensuciar, perdida en su universo privado de lujuria.

Terminé mis oraciones con los dientes apretados de bronca y empuñé las espadas. Como si hubiera estado esperando ese momento, el demonio se apartó bruscamente de la chica. Los ojos brillaron muy rojos en ese rostro moreno de belleza irreal cuando se fijaron en mí a través de la vegetación. Los labios de dibujo perfecto se curvaron en una sonrisa burlona.

—¿Lista?

Comprendí sobresaltada que me hablaba a mí. Apreté las empuñaduras de mis espadas al salir de entre los arbustos para quedar frente a frente con él, tratando de controlar mi agitación. El demonio ladeó un poco la cabeza hacia su hombro y su sonrisa se acentuó, alimentando mi temor. Las palabras de la abuela Clara volvían a resonar en mi cabeza. Poderoso. Mortífero. Sumergido en el inframundo por propia voluntad.

—Sellala si querés. Yo puedo esperar. —Su suavidad me puso la piel de gallina—. Tengo todo el tiempo del mundo para vos.

En ese momento la chica pareció reaccionar. Se apartó el pelo de la cara para mirarme y vio mis armas. Con una exclamación ahogada hizo un esfuerzo por ponerse de pie y se tambaleó hacia el demonio. Retrocedí de pura sorpresa al verla interponerse entre nosotros con los brazos extendidos, la ropa destrozada, protegiéndolo con su propio cuerpo. Me enfrentó con una ferocidad demencial que me dejó helada.

—Ni se te ocurra tocarlo —amenazó con voz ronca.

Tras ella, el demonio me dedicó otra de sus sonrisas seductoras y un guiño cómplice. Aparté los ojos de él para fijarlos en la chica, que luchaba por mantenerse de pie para escudarlo.

Apenas di un paso, ella se abalanzó hacia mí, las manos por delante para atacarme. Reaccioné por instinto. Sólo esperaba que, por rara ocasión, el demonio respetara lo que había dicho y me dejara actuar. Si lo hacía, yo todavía tenía chance de salir con vida de esa playa.

Rechacé a la chica con una cachetada que la arrojó al suelo, salté sobre ella y le hundí una rodilla en el pecho desnudo. Los años de entrenamiento no son en vano. Un momento después tenía las espadas aseguradas en mi cintura, y le aferraba el pelo mientras esgrimía la Cruz. Un fuego blanco recorrió sus bordes cuando la acerqué a su cara. La chica se retorcía jadeante, tratando de liberarse, pero la tenía bien agarrada. Le aplasté la Cruz contra la frente para recitar la oración final.

Se quedó muy quieta cuando la Cruz se encendió, cegándome con su luz, y escuché su respiración entrecortada. Si la magia negra había echado raíz demasiado profundo en su corazón, tal vez no sobreviviera al sello. No me había detenido a pensarlo, pero no me importó. La obligué a estarse quieta hasta que la luz menguó. Entonces me aparté y retrocedí varios pasos. La chica quedó tirada en la tierra, los ojos desorbitados, temblando de pies a cabeza.

—Buen trabajo.

La voz y el escalofrío que me provocó me recordaron que no estaba sola. Y que ahora empezaba la parte peluda del asunto. Giré hacia el demonio lentamente, mientras guardaba la Cruz y volvía a empuñar mis espadas. Hubiera querido tardar un año en enfrentarlo de nuevo. Todavía sonreía, los brazos cruzados sobre el pecho escultural.

—No te falta mucho para ser una buena cazadora.

En cualquier otra situación me habría ofendido.

Crucé las hojas a la altura de mis caderas en silencio. Me obligué a respirar hondo cuando dio un paso hacia mí, el miedo cerrándome el estómago y trepando hacia mi garganta. Tenía que salir de ahí. Si era posible, viva. Y si no era mucho pedir, entera.




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