Los Caídos

Un Día a Contrapelo - 1

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El 16 de octubre me tomó completamente por sorpresa. Había pasado la última semana como una verdadera autómata, sin registrar nada de lo que sucedía a mi alrededor. Ya no necesitaba la faja apretándome las costillas todo el día, y los moretones de mi espalda casi habían desaparecido. Pero el encuentro con ese extraño demonio alado me había dejado una secuela mucho más profunda y duradera: el miedo. Era algo mucho más sutil que vivir aterrorizada todo el tiempo. Todavía poblaba buena parte de mis sueños para convertirlos en pesadillas, todavía se me aceleraba el pulso cada vez que recordaba las palabras de la abuela Clara, que persistían en mi memoria como una sentencia definitiva: “Vas a volver a encontrártelo.”

Era una suerte que Majo ya hubiera empezado a trabajar con nosotros. Mauro estaba tan pendiente de ella que no prestaba atención a mi actitud retraída y nerviosa. Había decidido hablar con él después del fam tour de Tango, para tomarme unas horas libres por día antes de que empezara la temporada de verano. No necesitaba seguir investigando, porque toda mi familia estaba abocada a recabar información sobre esta criatura desconocida y me mandaban sus reportes cada dos o tres días. Aunque todavía no teníamos más que algunos indicios vagos que no nos conducían a ninguna conclusión concreta. Pero necesitaba volver a entrenar de forma regular, y lo que tenía que ejercitar no se podía practicar en un gimnasio.

Ese demonio había estado a punto de matarme sin siquiera tocarme. Se me cortaba la respiración al recordar el dolor que me había infligido con sólo extender su mano a tres metros de distancia. Y me había paralizado con sólo mover un dedo a cinco pasos.

Lo que me había salvado era la Cruz de Caravaca.

Y esa sombra apenas entrevista, que con su mera presencia lo había puesto en fuga. No lograba imaginarme qué había sido, de modo que la hice a un lado para concentrarme en lo que sí sabía.

La Cruz.

Su aura había conseguido anular el poder del demonio sobre mi cuerpo. Así que necesitaba aprender a ponerme en contacto con esa energía. Ser capaz de recurrir a ella en cualquier momento que la precisara, explorar su potencial. Quería aprender a usarla como escudo y, si era posible, encontrar la forma de que sirviera como defensa y ataque simultáneamente.

 

Con la cabeza perdida en todas esas cuestiones, me senté a mi escritorio la mañana del 16 de octubre y casi me dio un ataque al revisar la planilla para ese día. ¡El fam tour! Entraba en el último vuelo de la tarde, y yo ni siquiera había confirmado el minibús que tenía que ir a buscarlos. Majo salió de la cocinita/baño para ofrecerme mi dosis de cafeína matinal, con sólo una pizca de leche, y se asustó al ver mi expresión.

—¡Lu! ¿Te sentís bien? —exclamó.

Tardé un segundo largo en volver a tragar mi corazón y menear la cabeza. Conseguí sonreír al aceptar el tazón humeante que me traía.

—Mi marido volvió a hacer de las suyas.

—¿Tu marido? —repitió, sin entender.

—Don Alzheimer.

Majo todavía se reía cuando llegó Mauro. Traté de concentrarme en mi trabajo mientras ellos se perdían en su capítulo de saludos y sonrisitas. Dentro de todo la pilotea bastante bien, pensé, reconociendo que mi socio había resistido el infarto de la novedad como un campeón. Cada vez conseguía pasar más tiempo antes de inventar alguna excusa para subir a preguntarle algo a Majo. Decididamente había sido una buena idea acondicionar el entrepiso para que fuera su oficina. Que Mauro la tuviera a la vista todo el tiempo nos iba a causar demasiadas pérdidas. Y cuando consiguiera acostumbrarse a tenerla medio día cerca, vendría el período de adaptación a la jornada completa de Majo. Iba a tener suerte si terminábamos el verano sin declararnos en quiebra.




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