Los Caídos

Un Resplandor en la Noche - 3

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Circuito Chico de noche

La energía de Blas volvió a incrementarse. Ahora podía leer en ella y supe que preparaba su último ataque, el golpe de gracia. Lo conminé silenciosamente a detenerse, sabiendo que me escucharía. La única respuesta que obtuve fue una carcajada burlona. Sin embargo, había logrado al menos uno de mis objetivos: distraerlo. Era cuanto necesitaba.

Irrumpí en la playa y vi que Lucía estaba caída de espaldas, apenas sostenida con sus codos, tratando infructuosamente de volver a levantarse. Blas permanecía a diez metros de ella y sostenía en su diestra un globo de energía oscura que brillaba con un matiz sangriento. Lo arrojó contra Lucía sin prestarme atención. La escuché ahogar un gemido, sabiéndose condenada. Crucé la playa y me detuve un paso por delante de ella, extendiendo mis brazos a los lados para cubrirla. El globo de energía se estrelló contra mi propia aura, que relumbró y destelló al absorberlo, un resplandor blanco azulado que me sorprendió porque era idéntico al de mis antiguos días de exorcista.

Cuando estuve seguro de que Blas no intentaría nada más, bajé los brazos y me volví hacia Lucía. Se había desmayado. Me incliné junto a ella para constatar que seguía viva. En el pasado me hubiera resultado imposible tocarla, pero este extraño híbrido en que me había convertido, parte sutil, parte denso, podía tratar con la materia de igual a igual. Pasé mis brazos bajo su cuerpo y la levanté con cuidado, haciendo descansar su cabeza en mi pecho sin que pestañeara siquiera. Entonces me erguí y giré hacia Blas, que seguía la escena divertido. Intentó acercarse, pero una mirada mía bastó para que mantuviera la distancia. Los dos sabíamos que no necesitaba tener las manos libres para hacerle daño. Reasumió su forma humana, se palpó el abrigo negro, sacó cigarrillos, se tomó su tiempo para prender uno.

—¿Pensás que te van a dejar volver si la ayudás?

No respondí. Él rió por lo bajo.

—Dejame decirte que estás equivocado: nunca te van a dejar volver. Siempre le van a encontrar la vuelta de tuerca para seguir dejándote afuera.

Dejé correr su comentario, porque tenía la desagradable sensación de que hablaba por experiencia propia.

—¿Por qué la querés matar? —pregunté.

—¿Quién te dijo que la quiero matar?

Alcé las cejas y Blas volvió a reír, meneando la cabeza.

—Entendiste mal, exorcista. No quiero matarla. Al contrario, la estoy ayudando a desarrollar sus habilidades innatas.

Seguí mirándolo en silencio hasta que se encogió de hombros.

—Creé lo que quieras. No es asunto mío.

—Va a empezar a serlo —repliqué, y le di la espalda para dirigirme al sendero.

No tenía más tiempo para dedicarle. El pulso de Lucía era débil y empezaba a vacilar. Necesitaba llevarla a un lugar tranquilo donde pudiera estabilizarla.

—La práctica hace al maestro —dijo Blas desde la orilla del lago—. Después pedile que te cuente por qué no la puedo tocar.

No respondí ni miré hacia atrás.

Mientras regresaba hacia la ruta consideré la opción de dejar el auto ahí, sabiendo que no importaba adónde fuera, iba a llegar más rápido por mis propios medios. Pero al día siguiente iba a tener que ir a buscarlo antes de la excursión. O inventar una excusa convincente para haberlo dejado en plena noche en medio de Circuito Chico.

Llegué al auto en menos de un minuto. De a poco me iba sintiendo cómodo en mi cuerpo y perdía el miedo a exigirme como si mi parte humana no existiera. Protegido por mi parte sutil, mi cuerpo no sufría ningún daño.

Lucía gimió sin recuperar el sentido cuando la acomodé en el asiento del acompañante. Vi que no se mantendría sentada aunque le pusiera el cinturón de seguridad, así que recliné el asiento cuanto pude. Sentí una especie de tirón interno al arrancar. Mi consciencia física pedía volver a asomar para encargarse de algo que sabía hacer bien. Me concentré en mantenerla bajo control. Precisaba todos mis sentidos sutiles para que Lucía no se muriera por el camino. Pisé el acelerador mientras llamaba a casa. Majo atendió y corté. Mauro había mantenido su palabra, yerno obediente. Así que no podía ir a casa. Seguí acelerando. La única alternativa era la casa de Lucía. Siete kilómetros más. Mejor que me apurara.




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