Los Caídos

Remanso - 1

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Él estaba ahí.

Lo primero que vi al abrir los ojos.

Inmóvil y silencioso en la escasa claridad que entraba por mi ventana.

La cabellera larga y lacia como un río de hielo. La cara hermosa, irreal, tan serena. Los ojos tan claros que parecían de agua.

Su extraño atuendo oscuro hacía pensar en un uniforme militar antiguo. La ancha faja drapeada blanca, los detalles en puños y hombros, los faldones que le cubrían las piernas hasta las rodillas, los pantalones estrechos, las botas de caña alta.

Y su perfume.

Yo conocía ese perfume.

Lo había percibido sólo un instante, diez días atrás, la primera vez que me enfrentara al demonio alado. Mejor dicho, la primera vez que esa criatura había estado a punto de matarme. Ahora ya iban dos veces y contando.

Era el perfume que acompañaba a esa sombra fugaz que se proyectara sobre mí.

Recordaba lo que había pensado entonces: la muerte huele bien.

Pero no estaba muerta.

Reconocía mi pieza, mi cama, mi ventana.

De modo que el perfume que parecía envolverme como un abrazo fresco, reviviéndome, pertenecía a este ser desconocido que me observaba, tan quieto y hermoso como una estatua tallada en el mármol más puro.

Estaba de pie entre la cama y la ventana, unas manos increíblemente delicadas y fuertes a la vez quietas a los costados. No pestañeaba, ni siquiera parecía respirar.

Yo no sentía ningún dolor, sólo un agotamiento extremo. La mera idea de moverme bastaba para fatigarme. Y junto con la ausencia total de dolor, experimentaba una tranquilidad absoluta, desconocida. Por primera vez desde que mi madre comenzara a instruirme para ser cazadora, hacía ya treinta años, me sentía completa e incomprensiblemente segura.

Él me vio abrir los ojos y esperó, sin alterar su inmovilidad ni su expresión, alerta y paciente al mismo tiempo. Respiré hondo, junté las manos sobre mi estómago, miré alrededor y mis ojos volvieron a él como atraídos por un imán.

—¿Cómo te sentís?

Su voz fue un susurro de agua cristalina. Fruncí el ceño y tragué, no estaba segura de poder articular palabra. Asentí en silencio.

—Necesitás descansar. Deberías volver a dormir.

Lo miré un momento más. Sus labios pálidos formaron algo cercano a una sonrisa.

—Mi nombre es Raziel —dijo.

—¿Como el Arcángel de los Misterios? —murmuré, y mi voz sonaba débil, enronquecida.

—Sí, pero no soy él.

Volví a ver la figura que apareciera frente a mí a orillas del Moreno. Recortada en negro contra una luz muy blanca de destellos azulados, los brazos abiertos en cruz, cubriéndome, el pelo larguísimo flotando en ese huracán de energía que me había dejado sin sentido un momento después.

—Vos me salvaste. —Lo afirmé, no lo pregunté.

Se limitó a asentir. El esbozo de sonrisa se había desvanecido. Ahora me observaba con atención.

—Gracias…

Intenté erguirme y se me escapó un gemido por el esfuerzo. Una mano firme me presionó con suavidad el hombro, instándome a volver a acostarme. Lo enfrenté confundida. No lo había visto moverse, pero ahora estaba de pie junto a la cama, inclinado hacia mí.

—Tranquila. Todavía no estás en condiciones de levantarte.

La habitación pareció girar a mi alrededor. Me cubrí los ojos con otro gemido ahogado. Seguía recordando fragmentos de lo que había ocurrido.

—Mis cosas…

—Están al lado tuyo.

Tomó mi mano con delicadeza y la guió a un costado sin apartar sus ojos de los míos. La hizo descansar en la empuñadura de mi katana, a mi lado sobre la cama, luego sobre la Cruz. Cerré los ojos con un suspiro al sentir su tibieza. El contacto con la Cruz y la presencia de este ser me transmitían una sensación de seguridad irresistible. Todo estaba perfectamente bien con ellos junto a mí. Sólo tenía que cerrar los ojos, dormir, recuperarme sin temer que nada ni nadie intentara hacerme daño.

—Descansá, Lucía.

La forma en que pronunció mi nombre me hizo estremecer. Esas cosas de la mente. Raziel, como había dicho llamarse, había sabido llegar a tiempo para evitar que el demonio alado me matara, había recogido mis dos elementos más valiosos, había sabido dónde vivía, se había quedado a cuidarme. Y yo me sorprendía de que supiera mi nombre.

—¿Qué sos? —murmuré, buscando sus ojos de hielo, de agua, de humo—. ¿Sos un ángel?

Volvió junto a la ventana sin que yo pudiera apreciar que se había movido siquiera. Sentí que no había puesto distancia conmigo, sino con mi pregunta.




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