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San Martín de Los Andes, lago Lácar
Pero la vida sigue su curso, y a las seis la alarma me devolvió a mi realidad cotidiana. Me costó levantarme, pero no mucho más que de costumbre. La ducha me ayudó un poco a despabilarme. Contra toda lógica, no tenía secuelas físicas de la noche anterior, ningún moretón, ni raspón, ni dolor muscular. Sólo estaba mortalmente cansada.
Había helado durante la noche, la escarcha todavía pintaba los jardines en la mañana fría. Pedro llegó a la oficina casi atrás mío, Lucas un poco después. Tomamos mate sin hablar demasiado y nos fuimos enseguida.
La excursión a San Martín fue el mal sueño que no había tenido por la noche. Aunque miles de personas la disfrutan cada año, para mí siempre resulta monótona, larga, aburrida. Tuve que forzarme a dejar de lado los recuerdos de lo que me había pasado, colgarme la sonrisita profesional y actuar mi papel. A nuestros pasajeros sí les gustaba la Ruta de los Siete Lagos, y Lucas era de la vieja escuela que prefiere guiar de pie, así que pude escaparme al asiento de adelante a tomar mate con Pedro, que me mantenía distraída con comentarios casuales sobre el camino o cosas del trabajo.
En esa época, la Ruta de los Siete Lagos todavía estaba en mitad de la obra de pavimentación, y sólo se tomaba para ir de Villa La Angostura a San Martín de los Andes. Eso nos obligaba a hacer todas las paradas a la ida. Por la tarde, el regreso por Rinconada, combinado con un almuerzo abundante en San Martín, surtió el efecto esperado y todos se durmieron antes de que pasáramos por Junín. Así que recliné un poco mi asiento junto a Joaquín y aproveché esas dos horas para dormir la siesta que tanto necesitaba. El atardecer nos saludó en Confluencia, el Valle Encantado teñido de dorados y púrpuras a nuestro paso.
Me sorprendió encontrar a Ariel en la oficina cuando llegamos. Más me sorprendió que respondiera a mi abrazo de saludo, en lugar de tratar de evadirse según su costumbre. Nos fuimos apenas pude dejar todo listo para el día siguiente. El fam tour tenía la mañana libre y pensaba tomármela también.
Fue una noche tranquila, hogareña. Ayudé a Ariel a repasar biología, lo cual consistía en que él me explicara absolutamente todo porque esa materia nunca fue mi fuerte. Pero daba buenos resultados, y mis preguntas un poco obvias no le molestaban. Nos fuimos a acostar temprano y me desmayé más que dormirme.
Dediqué la mañana a la casa. Ariel volvió temprano del colegio y almorzamos juntos. Caí en la cuenta de que estaba evitando cuidadosamente hacer cualquier pausa que me permitiera pensar en lo que había pasado a orillas del Moreno. Y después. No era propio de mí. Sin embargo, no me sentía con ánimos para ir contra la corriente. Si algo en mi interior insistía en seguir adelante, por una vez estaba dispuesta a obedecer a mi instinto.
Esa noche, después de una tarde recorriendo hoteles, Joaquín me invitó a cenar. Yo había esperado una oportunidad de estar a solas con él, porque era un tipo encantador y me atraía físicamente. Pero en ese momento sentí con claridad que lo mejor que podía hacer era irme a casa.
Después de comer, Ariel se enchufó a la Play y perdió todo rasgo racional en un mundo de gruñidos e interjecciones incomprensibles. Terminé de limpiar la cocina y me fui a mi cuarto.
Cerré la puerta y me senté en la cama con la Cruz frente a mí. No necesité tocarla para sentirla. Su tibieza pareció alzarse hacia mí para envolverme. Cerré los ojos respirando hondo, dejé que su energía me rodeara y me envolviera como un manto. Era como un abrazo protector que me reconfortaba con su calor. Recordé cómo había reaccionado a los ataques del demonio alado, desplegándose como un escudo y ayudando a mi katana a desviarlos. Y al verlo, el demonio había retrocedido y ya no había intentado golpearme ni apresarme con sus garras. Se había limitado a crear esos globos espantosos de luz sangrienta y lanzarlos hacia mí. Chocaban contra la energía de la Cruz con un chisporroteo horrible, que aun ahora me provocaba escalofríos. Pero mi escudo se había debilitado ataque tras ataque, junto con mis propias fuerzas. Como si la Cruz y yo fuéramos una sola en ese momento, combinando la energía de ambas para protegerme.
Eso era lo que debía aprender a manejar. De alguna forma tenía que encontrar la manera de que mi energía no se agotara con tanta facilidad. Intuía que debía funcionar como una actividad física, en la que la práctica incrementa la resistencia.
—Hasta mañana, mamá.
La voz de Ariel detrás de mi puerta me distrajo y la sensación de tibieza de la Cruz retrocedió.
—Hasta mañana, hijo. Que Dios te bendiga.
Así que también se relacionaba con mi concentración. Otro dato a tener en cuenta. Envolví la Cruz en su paño para guardarla y me fui a dormir.
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Editado: 01.03.2022