Los Caídos

El Amanecer del Entendimiento - 1

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Vista desde el Cerro Otto

En el momento no me paré a pensarlo, y después era demasiado tarde.

El hecho consumado era que había permitido que Lucía me viera, le había dicho mi nombre, le había prometido explicaciones posteriores. Y le había asegurado que la ayudaría siempre que me necesitara.

A eso llamo meter la pata hasta el cuello.

Y sin embargo, no era lo peor. Lo más grave era que había sido totalmente sincero.

Me había desarmado con una mirada y una mano temblorosa.

Mi guiada a San Martín al día siguiente había sido la más patética desde que me recibiera, y era de agradecer que los vendedores no lo hubieran notado. Tenía tantas cosas en la cabeza que tenía que pensar antes de decir el nombre de cada lago, sin exagerar.

Todavía me sorprendía esa faceta que descubriera en Lucía. La conocía gruñona y eficiente en la oficina. La había conocido fuerte y temeraria en sus enfrentamientos con Blas. La había visto aprovechar su amuleto como el cazador más avezado, utilizándolo de escudo cuando sus propias armas no alcanzaban.

Pero no estaba preparado para su fragilidad, para su temor. Me resultaban inesperados de una forma exasperante. Y lo que más me exasperaba era mi propia reacción ante su debilidad. Porque pasé los días siguientes bien atento, sobre todo por la noche, listo para salir corriendo ante la primera señal de peligro para ella. O por si de alguna manera trataba de llamarme.

Ni siquiera había considerado decirle quién era yo en realidad. En algún momento de esa noche, mientras velaba su sueño con su mano en la mía y se iba haciendo hora de que volviera a casa, a ducharme y cambiarme antes de la excursión, había tomado la decisión de cumplir mi palabra sin meter palos en la rueda.

Su llamada llegó un amanecer de domingo, una semana después de que se fuera el fam tour. Yo estaba en casa de Inés, que esa noche en El Dutch otra vez me había buscado hasta encontrarme y ahora dormía al lado mío. Lo sentí con tanta claridad que me sobresaltó. Era como si Lucía se hubiera asomado al dormitorio de Inés susurrando mi nombre.

¿Raziel…?

Inés se despertó cuando me levanté, me preguntó qué pasaba. No le gustó nada que me fuera, pero tampoco le estaba pidiendo permiso. A esa hora había poco tránsito en la ruta y llegué a casa rápido. Majo ya había vuelto de su salida de sábado a la noche y dormía. Un momento después estaba en la ladera del cerro Otto. La transición me había resultado mucho más fácil de lo que esperaba: necesitaba llegar ahí con mi apariencia sutil y ahí estaba, con el aspecto que correspondía.

Me sorprendió encontrar a Lucía al tope de unos peñascos, con toda la ladera cayendo a sus pies, la ciudad y el lago abriéndose ante ella. Clareaba allá en el este, sobre la estepa. Debía haber salido de su casa varias horas antes de llamarme para estar ahí arriba en ese momento. Estaba sentada a varios pasos del borde de roca, fumando con la Cruz de Caravaca a su lado sobre la piedra fría. Me acerqué a paso lento, dándole tiempo a que me viera. La sonrisa con la que me recibió me dejó de una pieza. Jamás había imaginado una expresión tan cálida en su cara. Era casi… dulce. No esperaba que se alegrara tanto de volver a verme. Me limité a asentir a modo de saludo, cuidando que mi cara no pusiera en evidencia mi sorpresa. Cuando llegué junto a ella, miré hacia abajo y me permití sonreír. Se había sentado en un lugar que le ocultaba la escarpada cuesta del cerro. Sabía lidiar con su vértigo.

—Viniste —dijo en voz baja, un poco insegura.

—Me llamaste —respondí, enfrentándola.

Asintió alzando los hombros. Tenía el pelo suelto, calzas y polar negros, su piel pálida resaltaba en la luz vacilante del alba. Fue la primera vez que me percaté de que era una mujer hermosa. Me senté a pocos pasos de ella, también de frente al lago. Esperé que hablara pero siguió en silencio. Percibí su titubeo: no sabía cómo empezar. Mantuve la vista al frente.

—¿Qué querés preguntarme?

Lo deseara o no, yo era quien era, sobre todo en ese momento en que me mostraba a ella en mi verdadera forma. Mi voz sonaba inevitablemente calma, un poco fría, sin dudas distante.

—Quería… Necesito saber…

Encontré sus ojos claros fijos en mí, hablando por sí mismos.

—¿Con quién querés que empiece? ¿Él o yo?

—Él.

Respondió de inmediato, un eco de furia en ese monosílabo.

—Alguna vez fue un ángel —dije, cuidando que mi voz se mantuviera tranquila y controlada, carente de emociones.

—¿Un ángel? —repitió en un susurro horrorizado, y podía sentir que todo su ser se rebelaba ante la idea.

—Ignoro el motivo, pero fue expulsado. —Hice una pausa involuntaria al pronunciar esa palabra, que dolía como una herida abierta y supurante. Como lo que era en realidad. Aún. Siempre. Me obligué a continuar y decirlo—. Se convirtió en un Caído. Y en algún momento, por razones que desconozco, le dio la espalda a su origen y su pasado. Se densificó hasta hacerse humano y no se detuvo ahí. Siguió densificándose. Se demonizó. En este momento es más un demonio que otra cosa, su centro completamente desplazado hacia abajo.




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