Los Caídos

El Amanecer del Entendimiento - 2

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Su reacción me sorprendió. Esperaba que me soltara y se apartara de mí, como mínimo. Acababa de decirle que era igual a esa criatura aviesa que había estado a punto de matarla dos veces en un mes. Pero los dedos que sostenían mi mano se cerraron, estrechándola, y su otra mano cubrió la marca en mi palma. Alcé la vista para encontrar sus ojos, que se habían vaciado de preguntas y ahora brillaban húmedos. Sabía que nada en mí revelaba el desconcierto que me superaba. Ella sólo vería una cara serena e inexpresiva, y era una suerte. Porque la emoción que me provocaron esas lágrimas contenidas habría sido difícil de explicar.

—Vos no sos como él —dijo.

Era inevitable la ironía. —¿Cómo podés saberlo? —Vos, una simple humana que no ve más allá de sus narices, confinada a tus sentidos físicos, atada al tiempo y al espacio.

Esta vez me dejó sin aliento.

La Cruz en su regazo destelló débilmente, y en la creciente claridad del día que empezaba, la silueta oscura de Lucía se recortó con un resplandor muy blanco que la envolvió en un instante. Traté por instinto de retirar la mano que ella aún tenía entre las suyas, pero no me lo permitió. Me miró de lleno a los ojos mientras el resplandor de la Cruz me alcanzó y trepó por mi brazo para envolverme a mí también.

Por un momento todo se desvaneció a mi alrededor. Sólo podía ser consciente de ese calor amable, protector, que me colmaba el pecho hasta que parecía a punto de estallar. Hacía tanto que no sentía nada igual. Casi seiscientos años en tiempo humano. Una eternidad para la soledad de mi exilio. Entonces el calor retrocedió, el brillo menguó hasta extinguirse, y la brisa del amanecer marcó un rastro húmedo en mi mejilla. Lo toqué, atónito. ¿¡Una lágrima!? Me volví hacia Lucía, que todavía me observaba.

—Vos no sos como él —repitió en un susurro rabioso. Soltó mi mano con suavidad y tornó a mirar hacia adelante, al sol que se anunciaba—. ¿Me enseñarías a enfrentarlo?  

Me resultó imposible responderle de inmediato. Seguía sacudido por lo que había sentido. Por no mencionar la sorpresa de verla usar la Cruz con tanta facilidad, cuando dos semanas atrás apenas sabía para qué servía. Imagino que adivinó mis mil interrogantes en mi ceño fruncido. Se tomó un momento para prender un cigarrillo y sostuvo la Cruz con una mueca pensativa.

—De un día para el otro descubrí que podía sentir su energía, y que me servía para protegerme, porque rechaza cualquier cosa que me pueda hacer daño —dijo sin mirarme—. Y después de esa noche en el Moreno, cuando volviste a salvarme, me resulta cada vez más fácil “sintonizarme” con ella. Pero estoy segura de que no alcanza. Tiene que haber mucho más. Vos mismo lo dijiste: tengo que aprender a usarla. Pero no creo que pueda hacerlo sola.

Calló esperando mi respuesta, pero yo me había caído en otra sorpresa: ¿sabía que yo había intervenido antes entre ella y Blas?

—Raziel…

La miré antes de desviar la vista hacia el lago.

—¿Para qué querés adquirir ese poder? —pregunté con acento neutro.

Estaba seguro de su respuesta, pero era necesario que la formulara en voz alta. A los humanos no basta con recordarles sus intenciones: es necesario atarlos a sus propias palabras.

—Para que ese engendro corrupto y sus amigos dejen de ser una amenaza para los míos, para mi hogar.

Su acento bajo, reconcentrado, no dejaba lugar a dudas. No hablaba la dueña de Turismo Alerces que me gruñía cada mañana, ni la madre de Ariel, ni la amiga de Mauro. La que hablaba era la cazadora. Una cazadora fuerte y valiente. Y muy cabreada con el enemigo que la había herido y la había llenado de miedo.

Me paré y me alejé unos diez metros. Cuando giré hacia ella, la encontré mirándome desconcertada. Le indiqué que se pusiera de pie.

—La Cruz —tercié, viendo que la había guardado—. Por ahora vas a necesitar tenerla en la mano para usarla.

Obedeció llena de curiosidad. Abrí mi mano y concentré energía. Hacía mucho que no lo intentaba, y me sorprendió que no me costara volver a hacerlo. Ella me observaba con la Cruz en la mano, floja junto a su pierna. Liberé la energía en forma de rayo, una línea gruesa de luz azulada que relumbró hacia Lucía sin previo aviso. Sólo en el último segundo atinó a levantar la Cruz para cubrirse, pero era demasiado tarde.

Agradecí mi velocidad para moverme, porque salió despedida hacia atrás y alcancé a evitar que se golpeara de cabeza contra una roca. Cuando me vio sosteniéndola, dio un salto a un costado como si la hubiera picado un escorpión.

—Ouch —gruñó.

—Si tenés que aprender a esquivar piedras, no sirve que te tire flores.

—Imagino que no.

Se alejó con paso decidido y se plantó a seis o siete metros, esta vez sosteniendo la Cruz con ambas manos frente a ella y una resolución firme pintada en la cara.




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