Los Caídos

El Amanecer del Entendimiento - 3

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Había poco trabajo, como siempre en noviembre. Pedro y yo hacíamos las pocas excursiones que armaban en la agencia, y César se encargaba solo de los traslados. Éramos los tres de confianza, y Lucía y Mauro acordaron que se turnarían para cubrir las mañanas, y empezarían a cerrar los sábados a la tarde y los domingos hasta mediados de diciembre. Mi hija insistió en hacerse cargo de las salidas de los domingos a la mañana, ganándose la gratitud eterna de los dos.

Lucía volvió a llamarme en su segunda mañana libre. Su voz me alcanzó clara, inconfundible, cuando bajaba de Campanario con diez pasajeros. Los acompañé hasta la kombi, le dije a Pedro que iba al baño y salí disparado hacia el cerro Otto.

—Disculpá, pero estoy en medio de Circuito Chico con tus pasajeros.

No era la mejor excusa para darle. Opté por la otra, inapelable, de la discreción. Acordamos que en adelante nos encontraríamos después de la caída del sol, para evitar ser vistos cuando practicábamos. Desaparecí sin darle tiempo a hacer preguntas. Volví al baño en la base de Campanario, me reuní con mis pasajeros y seguí guiando.

Me sentía como el Hombre Araña repartiendo pizza.

Nos habituamos a reunirnos tres o cuatro veces por semana. A veces nos quedábamos en el cerro Otto, otras nos íbamos a lugares más alejados. Yo recuperaba el placer de volar desde una perspectiva completamente nueva. Con mucho cuidado, permitía que mis sentidos humanos asomaran un poco en esos momentos, sólo lo indispensable para disfrutar la deliciosa sensación de velocidad, el viento cargado con los olores del bosque, la frescura de las noches. Lucía aseguraba que iba superando el terror que le inspiraba volar conmigo, pero su corazón seguía desbocándose cuando sus pies se separaban de la tierra amiga.

Si llovía, le cubría los ojos con una mano a pesar de sus protestas y subía por encima de las nubes. En una ocasión, en que la luna ya se había puesto, me pidió en un hilo de voz si podíamos demorarnos un momento viendo las estrellas. Recuerdo que me eché a reír. No podía explicarle la belleza que tenía para mí el destello de esos soles lejanos, que tintineaban como cascabeles en mis oídos sutiles.

Además de aprender a utilizar la Cruz, una habilidad que Lucía estaba desarrollando con facilidad asombrosa, le propuse ayudarla a perfeccionar su manejo de armas blancas. Era buena con su katana, pero sus técnicas no superaban lo básico, desaprovechando gran parte de las posibilidades que le ofrecía. También empecé a enseñarle a luchar sólo con la espada corta, y con puñal. Resultaba una alumna estimulante, que absorbía conocimientos con avidez y los aplicaba con acierto, y a principios de diciembre empezamos a combinar la Cruz y las armas blancas en nuestras prácticas.

No dedicábamos todos nuestros encuentros a entrenar. Las lluvias de primavera a veces entorpecían los ejercicios al aire libre, y después de pescarse una gripe virulenta, la convencí de permanecer a cubierto si era necesario. Siempre había rocas que podían darle refugio, o partes del bosque especialmente cerradas, y hasta el porche de su casa ofrecía un buen lugar, tranquilo y reparado, para reunirnos al aire libre. Sobre todo porque además le agregaba la posibilidad de una bebida caliente si la noche era fría.

Esas noches nos quedábamos charlando, a veces durante horas. Así supe del increíble clan de cazadoras del que formaba parte. En mi época de exorcista, la tarea de cazar demonios se había desarrollado de forma organizada sólo en Europa, y por supuesto que era tarea exclusiva de hombres. Pero resultaba lógico, y hasta obvio, que las mujeres fueran mejores. Su capacidad de concebir les proporciona un detector natural de seres del inframundo, que no están realmente vivos. Compartió muchas anécdotas de su labor cuidando Bariloche, y sus experiencias cuando había visitado a alguna de sus parientas en otras partes del país o del continente.

Adiviné una historia sentimental dolorosa después de su divorcio del padre de Ariel. Su voz se quebró cuando la conversación la llevó por casualidad a esa época, y se apresuró a cambiar de tema.

Los demonios amazónicos la fascinaban, y tuve que responder un extenso interrogatorio antes de que su curiosidad quedara mínimamente satisfecha. También le gustaba preguntarme sobre los mitos bíblicos, y la Gran Guerra despertaba en ella una sed de conocimientos que resultaba difícil de saciar. También le interesaba muchísimo todo lo referente a los ángeles, pero tan pronto como intuyó que ese tema me incomodaba, lo hizo a un lado y jamás volvió a mencionarlo.

Mientras tanto, mi vida humana se desarrollaba con absoluta normalidad. Por suerte veía poco a Lucía en la oficina. La aversión que me tenía parecía haberse suavizado después de trabajar juntos con el fam tour, pero eso complicaba las cosas en vez de solucionarlas. Hubiera preferido que siguiera sin dirigirme la palabra más que de mala manera y cuando era indispensable. Ahora hasta aceptaba tomar mate conmigo si Pedro todavía no había llegado, y las mañanas en que Mauro y Majo entraban más tarde, el rato que pasábamos solos en la oficina se me hacía eterno.




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