Fue tan bonito ver
cómo me partías el corazón
que volvería a dejarme romper.
Porque contigo se hincharía
y llegaría a ser tan grande,
que poco me importaría
que se quebrara en dos o tres.
Estaban tan deliciosas
las heridas que me hiciste,
las mismas que me tuve que lamer
y hacer sanar con saliva,
de ellas y de la mía,
que te dejaría volver a abrirlas.
Incluso hacer nuevas
en otras vías que ahora parecen,
de inertes, muertas.
Las cicatrices, debo decir,
dejan la boca amarga y seca.
Fueron tan mágicos
aquellos míseros tres segundos de unión,
besos y amor,
que valdría la pena
cruzar el desierto solitario por mil años,
solo para repetirlos.
Aunque fuera efímera tu presencia
y eterno el mío dolor.
Fueron tan jugosas las noches de aventura,
que le vendería el alma
al mismísimo diablo
si un día promete que te tendré aquí,
cometiendo locuras.
Volviendo a querer
para luego partir.
Para llorar.
Para escribir.
Para sufrir.
Para sentir.
Para, al fin y al cabo,
vivir.
Todo lo demás
que no sea ni tú ni yo,
no será morir, qué va.
Pero sí trasegar.
Errar.
Imitar.
Conformidad.
Sobrevivir.
La única vida que nos dieron,
malgastar.