De alguien leí
que no nos rompe nadie.
Que a mí no me destrozaste tú,
ni me dejaste sin el necesario aire.
Me quebré yo solito,
como la bolsa de Wall Street
cada dos por tres
y en el veintinueve.
Mira que los corredores me lo advirtieron,
vendiendo acciones
por encima de su precio.
A mí no se me olvida que,
siendo cabezota y necio,
pensaba en serio,
que los dos, juntos,
podíamos superar la caída.
Que creí firmemente
que era el final del comienzo.
No estuve atento a las señales del tiempo,
de la distancia y del presentimiento.
Aunque recuerdo
cómo alimentaban al miedo
mis locos sueños.
Así que no, no fuiste tú la culpable
de todos mis males.
De hecho, no eres nada.
No lo eres.
Si acaso, un recuerdo etéreo
que a veces parece que no existió.
Una llama que prendió tan rápido
que no dejó ni cenizas.
Con la perspectiva que me dan los años,
si volvieras a la vieja ciudad
que un día recorrimos con besos e Historia,
solo te daría las gracias.
Porque quien se hundió fui yo
y no tu empujón,
que de ese y otros, ya me zafé,
en menudas ocasiones.
También te perdonaría.
Al fin y al cabo,
solo eras candela fría
y yo un dulce veneno.
Recuérdalo cuando me leas,
y te veas,
algún día de un futuro invierno.