Duerme chiquillo,
duerme tranquilo.
Que ella viene de noche
y se mete en tu cama, rota.
Llora y llora entre tus sábanas
y tu abrazo amarillo.
Confundido y preso de la duda,
te despiertas.
Está ahí, no es broma.
Desprovista de toda ropa
que quieras quitar.
Suave e inocente,
dulce y pendiente
a tus deseos realizar.
Pero tú no quieres.
Escuchas las cosas que tiene que decir.
Cómo se arrepiente cuando se fue
y que no se volverá a ir.
Que no le han ido las cosas
tan bien como suponía,
trae otro corazón partido
y harapos de cortos vestidos.
Como si se pudiera volver a empezar.
Borrar la indiferencia del atrás
y la indecencia del orgullo sin la verdad.
Pero la ves ahí, tan vulnerable
que la piedad se apiada de ti,
otra vez.
Ya no te acuerdas
de los cuatrocientos días
que no tuviste paz.
Ni de las mentiras que te contó
cuando eras fácil de manipular.
¿O es que no te acuerdas de las oportunidades
que perdiste por ser un capricho
para sus ganas de devorar?
Que no calentaba ni su nombre
y tú creías ser el más afortunado hombre.
Mírala. Sigue ahí, por la mañana.
No tiene familia, no tiene casa.
¿Qué haces? La llevas de compras.
Le devuelves la sonrisa.
Les pides a los demás que callen.
Les guiñas los ojos.
Ella no se entera
de lo que los vecinos hablen
y se quiere creer los besos que le das,
tan mentirosos.
Que todo el mundo se ríe a sus espaldas,
que le estás haciendo creer que todo es suyo
y en realidad ella no tiene nada.
Depende de ti para no ser una desheredada,
aferrándose al recuerdo de la nostalgia
que a ti solo te trae ganas de venganza.
Al final, te da tanta lástima
que hasta esa dulce venganza
te da vergüenza.
Porque tú no eres así.
Entonces le abres la puerta
y le confiesas.
Si la lección ha aprendido,
resurgirá de sus cenizas.
Como no lo va a hacer,
saltará de hombre en hombre,
arrancándole su propio poder.
Hasta que el cabello rizado
y los labios morados,
se conviertan en pasado
y ella sepa lo que de verdad es una mujer.