Yo siempre fui más de Stalin
que de Truman,
tu más de Estados Unidos
que de la Unión Soviética.
Cuán felices fuimos
dando final a una guerra desastrosa,
esa que nos había obligado
a parapetarnos
en trincheras nevadas y arenosas.
Recuerdo cómo deambulé
por un Berlín destruido,
llegué a tu campamento militar
y sin hablar y desde abajo
te ofrecí un helado.
Me encogí de hombros.
Fue el apogeo de dos, en un mito.
Luego vino un Telón de Acero
entre los dos,
construido a base de gritos,
lágrimas y peleas de mechero.
Invadiste mi península
y tuvimos que guerrearle al tiempo
y al verano.
Nunca llegó la paz.
Hoy tampoco.
Como en las dos Coreas,
firmamos un armisticio
que solo sirvió para que el capitalismo
te devorara y te desarrollara,
a costa de dejar que tu cuerpo
y mente sobreexplotara,
corrompiendo y cambiando lo que eras.
Mientras tú te desarrollabas,
yo me estancaba.
Mis ideas comunales radicalizaban.
Y aquí estoy,
con veinticuatro buques submarinos,
uno por cada vez que entré dentro de ti.
Dos millones de soldados,
tantos como las veces que un día te soñé
y pensé que no sería realidad.
Casi trescientos sesenta y cinco tanques,
uno por cada día
que no me ha permitido obtener ningún avance.
¡Que se atrevan a atacarme!
Ni tú podrás invadirme,
ni otra amenazarme.
Que tengo escudos antimisiles.
Nunca tocarán más allá de mi superficie.
Y si alguna desarma todas mis defensas,
que se prepare,
tengo una bomba nuclear
para que le acaricie.