Pierdes el control.
Es sencillo.
De una manera alocada
y lenta.
Imaginas y divagas.
Escribes
y le ruegas a esas hadas,
que no sabes si existen
o son pura fantasía.
Subes por cumbres borrascosas
y te deja sin respiración
el beso de una diosa.
De tu diosa.
Que vive encima de ti
y que te permite alcanzarla
y ayudarte a seguir.
A despedir.
A cortar por lo sano
y dejar de juzgar tu juicio.
Te olvidas de todos.
De todo y de ti.
De mí y de quien quiera venir.
Volver.
O construir.
Das y no recibes,
pero crees que todo está bien.
¿Qué te dio, joven inocente?
¿Un polvo rápido y excusas al irse?
¿Una mano que agarraba la tuya
mientras sus ojos cruzaban aceras?
¿O mil malditos ratos de espera?
¿Qué te quitó, tonto viajero?
¿La razón que te quedaba
y el poco dinero?
¿El tiempo, tus letras
o el corazón entero?
Que las diosas no existen,
y tú en ella creíste.
Que no van por el cielo,
ni mucho menos.
Puede que suban, sí,
pero terminan estampándose
contra el suelo.
No admiten deseos,
pero sí que tú cumplas los suyos.
Sigue desvelando la venda,
descubrirás mundo
más allá de una momia,
que es enterrada viva
con esperanzas
de seguir viviendo la vida.
Que, aunque nadie te espere,
dejarás de creer ciegamente
en diosas de mentira.