Cómo no me di cuenta.
Por qué no indagué en mis sueños
y saqué conclusiones.
De haber sido así,
mi corazón no tendría que ir
buscando soluciones
para su rotura.
Si antes de que llegaras a mi cama
y compartieras mi almohada,
ya soñaba yo con tu llegada.
Triunfal, eso sí.
Con alfombra roja
y flashes de cámaras,
cuyas fotos iban a parar
al fuego de mis entrañas.
Lo imaginé perfecto,
a pesar de pensar
que nunca llegaría a ser realidad.
Surgió.
Y fue perfecto,
al menos durante las primeras horas,
con diez grados bajo cero
y las manos heladas
en un portal de barrotes negros.
Ya no recuerdo si era el setenta y dos
o el setenta y pico.
Me atormentaban avispas
cuando dormía.
Me perseguían
y me volvían a picar.
Y sí, fuiste tú
quien me clavó el aguijón.
Traspasó la ropa, la piel
e incluso mi razón.
El dolor corrió como veneno
por toda mi sangre,
las lágrimas brotaron
sin esperar a verte lejos,
ni un instante.
Las palabras apuntalaron un alma
que se caía en pedazos.
La esperanza se marchaba
por la puerta de atrás.
Y entonces,
volví a soñar.
Y las avispas aparecieron
de nuevo.
Ya no para perseguirme,
ya no para picarme.
Esta vez era yo quien,
con suerte y maña,
las mataba.
Ya no hay aguijones
ni zumbidos.
Toca estrujarse la herida
y mezclar agua y arena.
Barro, para mis heridas.
Vinagre para el corazón
y prepararse
para nuevos dolores de barriga.
Mariposas en vez de avispas.
No estaría mal.