<<…James…, …James…,>> decía una voz en la lejanía.
El anciano abrió y cerró los ojos desesperadamente un par de veces antes de poder vislumbrar con poca claridad lo que había ante él.
El paisaje del páramo que intentaba abrirse paso antes sus ojos se había esfumado. Y su memoria decadente no fue capaz de retener esas imágenes. Sus ojos habían dejado de ser blancos, su cuerpo había embarnecido y estaba bien vestido.
Estaba parado con las manos dentro de los bolsillos del pantalón cuando se dio cuenta que una tenue luz blanca lo golpeaba en el rostro.
De no ser por la enorme luna intensamente blanca que iluminaba todo bajo ella, la noche habría sido tan oscura como el interior de una cueva. La bóveda celeste no era adornada ni por la más pequeña de las estrellas. El mortecino cielo nocturno parecía haberse tragado todo destello que no fuera el de la luna, como si aquello fuera producto de una mente febril.
James miró con cierta perplejidad todo lo que se encontraba ante él; el circular y no alto muro que delimitaba un hueco oscuro en el que se perdía una cuerda que nacía bajo una pequeña techumbre: era un pozo. Después de quién sabe qué tiempo, levantó la mirada sólo para encontrarse con que ante él se erigía una magnifica y monumental puerta de madera que se unía a unos altos e imponentes muros. Casi pudo sentir que tras los enormes muros se encontraba un acantilado casi imposible de escalar. Volvió la mirada en rededor, desorientado, la luz de unas pocas antorchas sujetas a los muros, arañaban desesperadamente la atmosfera casi suplicando al cielo para no perecer ante el gélido viento nocturno. Percatarse de ello no hizo más que acrecentar sus miedos. El lugar le pareció desconocido y aterradoramente familiar al mismo tiempo. La cabeza le dolía horrores, como si le hubieran pegado con una barra de hierro para que olvidara. ¡Pero qué demonios le estaba pasando! ¿Aquello era acaso una señal de que estaba perdiendo la poca cordura que le quedaba? ¿O era no más que un adelanto de lo que le esperaba en sus últimos años: olvidándolo todo; volviéndose loco?... Por más esfuerzo que hizo, no pudo recordar cómo había llegado a ese lugar, ni qué tiempo llevaba allí parado como una esfinge que, sin propósito, ocupa lugar en un jardín. A decir verdad, no recordaba con claridad quién era. Lo único que tenía claro era que se llamaba James...
Buscó con desesperación una señal que le dijera que aquello era un sueño. Miró a su alrededor en busca de lo que fuera que le diera un poco de sosiego. Hurgó en lo profundo de su memoria, esperanzado a que sus recuerdos ahuyentaran el desconcierto en el que estaba sumido, pero su esfuerzo no rindió frutos. Todo apuntaba a que se encontraba solo en aquel sombrío y deshabitado lugar. Al volver la vista atrás, vio cómo se levantaba un imponente castillo de altas torres a cada lado. Un olor nauseabundo y muy familiar, le golpeó; el hedor no venía de enfrente, del castillo, sino de atrás, parecía salir del pozo que segundos antes contemplaba sin vacilaciones. Inconscientemente se llevó las manos a la nariz mientras bajaba la mirada. Un enorme haz de luz amarillenta iluminó en línea recta las piedras de la calzada a su derecha, era una barrera luminosa que cortaba el patio en el que se encontraba en dos. Estaba a punto de alzar la vista cuando escuchó tras de sí una tierna carcajada, la misma que hace un niño de cinco años cuando la felicidad lo embarga. James volvió la vista atrás, sobre el pozo, pero no pudo su vista penetrar en la negrura.
El manantial de luz embestía una de las enormes puertas de la entrada y se elevaba sobre ella. La risa infantil parecía resonar en la zona más oscura, donde la empedrada y el muro se tocan. James intentaba con todas sus fuerzas ubicar de dónde provenía la risa.
La luz que nacía a sus espaldas, del castillo, fue cortada por una sombra que de a poco ganaba terreno.
—¡Señor James, ya nos tenía preocupado! Temíamos por su salud. Sabe que no es muy recomendable estar fuera cuando cae la noche y menos cuando no va abrigado como se debe —dijo el dueño de la sombra que hacía rato lo llamaba por su nombre—. Parece desorientado, ¿se encuentra bien?
—Es sólo qué… —tartamudeó James intentando comprender lo que pasaba.
—¿A perdido usted algo? —insistió el hombre mientras descendía por los anchos escalones— Lo he visto mirar hacia todos lados como si buscara algo…
—¿La ha escuchado? —dijo James desorientado.
—¿Qué cosa? —contestó el hombre extrañado
—Podría jurar que he escuchado la risa de un niño pequeño cerca de la barbacana.
—Eso es imposible —dijo el hombre ladeando la cabeza intrigado—. En este castillo no hay un solo infante, no se les permite la entrada. ¿Seguro se encuentra bien?
—No recuerdo cómo he llegado hasta aquí —soltó James para cambiar el tema.
—¡Ah, es eso! —dijo el hombre sonriendo amigablemente a pocos metros de James— Es normar sentir desorientación debido al largo viaje que ha hecho. No es el primero y le juro, no será el último… La deshidratación, la altura, es normal sentirse así a veces…
—No…, me refiero a, ¿qué hago aquí, en este castillo, cómo llegué?…
—Pues ha llegado esta tarde como todos los demás, si es eso a lo que se refiere. Cuando llegó parecía agotado y afligido y se le ha llevado a su habitación a descansar. Di indicaciones de que no le molestaran hasta la cena… —hizo una mueca— Apenas me enteré que había salido del castillo con la intensión de dar un paseo por el bosque... Me disculpo si no lo han dejado salir, pero nadie sale solo, el bosque es peligroso y llega a ser letal para quien no lo conoce. Tal vez crea que es una regla estúpida, pero créame, si lograra salir, la comprendería.
James no sabía si creer en la palabra de aquel joven o no. ¿Era acaso verdad lo que le decía? ¿Cabía la posibilidad en que hubiera salido del castillo con la intensión de adentrarse en un bosque desconocido que aguardaba paciente tras los enormes muros? La cabeza le daba vueltas y ya nada le parecía claro.