Los Cortez y el libro de las hadas

Capitulo 8: Entrenamiento Emocional

El sol apenas acariciaba las copas de los árboles cuando Julio lanzó su espada de práctica contra el barro.

—No necesito que una mujer me enseñe a pelear —espetó, cruzado de brazos, con el ceño fruncido.

Arlik no respondió con palabras. De su cinturón sacó una pequeña daga y, sin mirar, la arrojó. El filo se clavó justo al lado del pie de Julio, rozando su bota sin herirlo.

—Entonces demuéstralo —dijo con una media sonrisa—. Tómala. Intenta siquiera tocarme.

Pedro, oculto bajo la sombra de un roble, tragó saliva. Sabía que su hermano no soportaba que lo desafiaran… y menos así.

Julio gruñó, tomó la daga del suelo y se lanzó con rabia. Pero Arlik era rápida, más de lo que esperaba. Con movimientos fluidos, esquivó cada golpe. En menos de un minuto, le había arrebatado el arma y lo derribó. El entrenamiento terminó con Julio de espaldas en el barro y la hoja de madera apuntándole al cuello.

—Lo dijiste tú. No necesitas que te enseñe —murmuró ella—. Solo recordarte que, en este mundo… el débil eres tú.

Sin añadir más, se alejó.

Pedro se acercó y le ofreció la mano a su hermano, pero Julio la apartó. Se puso de pie por sí mismo, con el orgullo más herido que el cuerpo.

—Tu hermano pelea más contra su ego que contra mí —comentó Arlik, estirando su brazo, sin siquiera voltear a verlos.

—Él… solo tiene miedo de perder el control —susurró Pedro, como para sí mismo.

Esa misma tarde, mientras el cielo comenzaba a oscurecerse, Alzohur invitó a Pedro a caminar por el jardín interno del palacio. No estaban solos. Dos guardianes los seguían a distancia prudente.

Las flores nocturnas del lugar brillaban con una suave luz azulada, como si absorbieran la calma del anochecer.

—¿Tu mundo también duerme bajo estrellas? —preguntó Alzohur, caminando a su lado.

—Sí… pero allá nunca pude verlas con la calma que hay aquí —respondió Pedro, observando los árboles y la quietud.

Alzohur lo miró de reojo. Su tono no tenía juicio, solo genuina curiosidad.

—En este mundo, muchos creen que sentir es debilidad. Pero en realidad, sentir es lo que nos salva de convertirnos en bestias —dijo.

Pedro bajó la mirada, aferrando la capa que llevaba sobre los hombros.

—En mi mundo… si dices algo así, te llaman marica.

El líder elfo se detuvo. Se giró hacia él, con expresión firme.

—Aquí, si alguien te escucha hablar así… te llamaría sabio.

Pedro sonrió por primera vez en días. Una sonrisa pequeña, pero real. Algo se encendía dentro de él, algo que no sabía que necesitaba.

Al día siguiente, el entrenamiento continuó. Julio, aún molesto, regresó al campo decidido a superar a Arlik. Ella lo esperaba ya, sin palabras, con la misma expresión tranquila.

El combate fue más intenso que el anterior. Julio atacó con fuerza, intentando mantener la calma, pero aún dejaba que su rabia guiara cada movimiento. Arlik era precisa. Con una finta, una barrida limpia y un movimiento rápido, volvió a derribarlo.

La punta de su espada de madera quedó una vez más sobre su pecho.

—Tu fuerza es inútil si no dominas tu mente —dijo sin burla.

Pedro llegó justo en ese momento, con el aroma de la mañana y las flores aún en sus ropas.

—¿Qué hace el líder elfo paseando a solas contigo? —bufó Julio desde el suelo, jadeando, con una mezcla de celos y rabia.

—Tal vez deberías preguntarte por qué él puede hablar… y tú solo gruñes —respondió Pedro, en voz baja.

Julio guardó silencio. Por primera vez, no encontró una respuesta.

Mientras Arlik se alejaba, limpiando la espada, Pedro se arrodilló junto a su hermano.

—Estamos aquí… y no podemos pelear con todos. Ni siquiera entre nosotros.

—Eres mi hermano. Tu apoyo debería estar conmigo, no con ellos —murmuró Julio, apartando la mirada.

—Mi apoyo siempre ha sido tuyo, pero no voy a seguirte cuando te estás perdiendo a ti mismo.

Esa noche, mientras se acostaban en su habitación, Pedro rompió el silencio:

—Hermano… este mundo no es tan malo. Quizás… quizás no regresar no sería tan terrible.

Julio no respondió. Pero, por primera vez, no sintió que su silencio fuera debilidad.

Porque en el fondo, sabía que Pedro tenía razón.

Y se dio cuenta de que no era este mundo el que lo hería.

Era él mismo.

Fin del capítulo 8.




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