El sol ascendía entre nubes ligeras cuando los hermanos Cortez comenzaron su día.
El entrenamiento había dejado de ser novedad: ahora era rutina, aunque la tensión seguía allí, como una cuerda estirada a punto de romperse.
El barro húmedo se pegaba a las botas de Julio mientras blandía la espada de práctica. Sus movimientos eran más precisos que antes, pero cada golpe todavía estaba cargado de rabia. Su respiración se mezclaba con el olor a tierra mojada y sudor.
—Levanta más el codo —ordenó Arlik con tono firme, caminando en círculos a su alrededor—. Vas a dejar la costilla descubierta.
—¿Y tú por qué no peleas sin magia? —gruñó Julio, el ceño fruncido, el pecho agitado—. A ver si es tan fácil.
Arlik soltó una carcajada breve, casi burlona, mientras apartaba un mechón de su rostro sudado.
—¿Magia? —repitió—. No he usado magia ni una sola vez desde que nos conocimos.
Pedro, jadeando, apoyó su arma de madera contra la pierna y se secó la frente con la manga.
—¿Cómo que no? ¿Y entonces cómo es que eres tan rápida… y tan fuerte? —preguntó con sincera incredulidad.
Arlik se dejó caer en el suelo de entrenamiento, dejando escapar un suspiro largo antes de responder:
—Porque entreno desde niña. Me enfoqué en mi cuerpo, no en mis habilidades mágicas… nunca fui buena con ellas —admitió, encogiéndose de hombros.
Luego sus ojos brillaron con un destello afilado mientras observaba a los hermanos:
—De hecho, me sorprende lo débiles que son.
Julio se enderezó como si le hubieran dado un golpe en el orgullo.
—¿¡Qué dijiste, maldita vieja!? —espetó, avanzando un paso.
Arlik no se movió, solo lo sostuvo con la mirada, firme como una roca.
—No me malinterpretes, ogro —dijo despacio, casi en un susurro que dolía más que un grito—. Comparados con otros humanos que he conocido, ustedes están muy por debajo de sus capacidades. Hasta un campesino sin experiencia sería más rápido y fuerte…
Hizo una pausa, y con una sonrisa ladeada agregó:
—Hasta Arid, la niña que salvaron, podría darles una paliza.
Pedro no pudo contener una pequeña risa entrecortada, pese al cansancio.
—Pero matamos a tres mercenarios de la muerte, ¿eso no nos hace buenos? —preguntó, intentando defenderlos.
Arlik lo miró con una mezcla de respeto y burla.
—Sí… por su experiencia como peleadores sin honor. —Se encogió de hombros, dejando escapar una carcajada ligera.
Julio gruñó, pero sus labios se curvaron apenas en una sonrisa amarga. Pedro, por su parte, dejó ver una sonrisa franca, como si en ese instante el peso de aquel mundo se aligerara un poco.
Más tarde, Julio se retiró a descansar. Sus brazos temblaban levemente al apoyarlos sobre el catre. Las magulladuras en su cuerpo ardían bajo la piel, recordándole cada error cometido. Se dejó caer, y el sueño lo envolvió como una manta pesada.
Pedro observó a su hermano por un momento. Su respiración lenta lo tranquilizó.
Tomó una decisión: necesitaba aire, necesitaba entender aquel lugar.
Al abrir la puerta, una voz calma lo sorprendió.
—Hola, Pedro. ¿A dónde vas? —preguntó Alzohur, con las manos entrelazadas a la espalda, caminando despacio como quien cuida cada palabra.
Pedro se giró, sintiendo un leve nerviosismo, como si temiera ser reprendido.
—Hola… quería conocer un poco el pueblo antes de que mi hermano despierte. Espero que no sea problema.
Alzohur sonrió, y aquella sonrisa parecía suavizar el mundo entero.
—No hay problema. —Hizo una pausa breve, y con un tono casi tímido añadió—. ¿Te acompaño? Me haría bien despejarme un poco.
—Claro —respondió Pedro, con una pequeña sonrisa, agradecido por la compañía.
Caminaron por senderos de tierra húmeda. Las casas no eran construcciones normales: parecían nacer de raíces retorcidas y madera viva, entrelazadas con flores que al paso de Pedro se iluminaban tenuemente, como si reconocieran su presencia. El aire estaba lleno de aromas dulces, a savia y hierbas frescas.
—Este pueblo es hermoso… es como caminar dentro de un sueño —dijo Pedro, sus ojos recorriendo cada rincón con asombro genuino.
—Lo es —asintió Alzohur, con un dejo de nostalgia en su voz—. Todo aquí respira gracias a la Rosa Umbría.
Pedro frunció el ceño, intrigado.
—¿Rosa Umbría? ¿Qué es eso?
Alzohur detuvo su andar y le hizo una seña para que lo siguiera.
—Ven. Te la mostraré.
Atravesaron un arco formado por lianas y llegaron a un claro. Dos enormes árboles entrelazaban sus ramas de forma tan cerrada que apenas dejaban pasar la luz, creando un santuario sombrío y tranquilo. En el centro, protegida por esa cúpula natural, una rosa se movía suavemente, como si respirara. Sus pétalos brillaban con destellos verdes y púrpuras, vivos, palpitantes.
Pedro se acercó sin atreverse a tocarla, con los ojos abiertos de par en par.
—Es… bellísima. —Su voz tembló—. Fascinante…
Alzohur se quedó en silencio, observándolo, como si buscara algo en su reacción. Luego habló, despacio:
—Ella nos alimenta y, antes de la maldición, potenciaba nuestra magia. A cambio, la protegemos. Muchas bestias la desean… pero nunca dejaremos nuestra misión.
Pedro tragó saliva, sin apartar la vista de aquella flor imposible. Sintió, por primera vez en mucho tiempo, una chispa de esperanza encenderse dentro de él. Y mientras tanto, Alzohur lo miraba con una calma casi reverente, como quien contempla una verdad recién descubierta.
Caminaron de regreso en silencio. El viento nocturno comenzaba a acariciar el pueblo, y entre los dos flotaba algo nuevo, apenas perceptible pero imposible de negar.
Cuando entraron a la casa del líder, la tarde se teñía de dorado y el cansancio del día se mezclaba con pensamientos imposibles de ordenar.
Sin darse cuenta, ambos sonrieron, sin decir nada más.
Fin del capítulo 9.