Los Cortez y el libro de las hadas

Capitulo 13: Entre Flores Y Heridas

Habían pasado apenas unas horas desde el enfrentamiento con el venolisk, pero para ellos se sentían como semanas. El camino hacia el Pueblo de la Rosa fue silencioso, casi reverente.

Pedro, aún suspendido por la magia del Viajero del Velo, era cargado con cuidado. Su cuerpo inerte se balanceaba con el vaivén de la marcha, como si durmiera un sueño profundo.

El sendero serpenteaba entre colinas verdes que se abrían bajo un cielo teñido de naranja. A lo lejos, una brisa traía aromas dulces de savia y flores silvestres. Cuando las primeras casas aparecieron, el aire pareció volverse más ligero: edificaciones trenzadas con raíces vivas formaban muros y techos de madera florecida; pequeñas flores blancas se mecían con cada soplo de viento. Las calles de tierra húmeda respiraban bajo sus pies, y entre las grietas brotaban tallos que emitían un tenue resplandor azulado.

El pueblo parecía un lugar sacado de un sueño, pero la serenidad se quebró con miradas desconfiadas. Algunos aldeanos se detenían a observar; otros murmuraban, alarmados, ante la visión de un herido tan grave.

Apenas cruzaron el umbral principal, una figura conocida emergió entre la multitud, corriendo sin importarle las miradas.

—¡Pedro! —la voz de Alzohur tembló al ver el cuerpo inmóvil. Se arrodilló a su lado y sostuvo su rostro entre las manos, sus dedos recorriendo la piel pálida—. ¿Qué le hicieron? ¡Díganme qué pasó!

Arlik bajó la cabeza, y por primera vez su voz perdió la dureza habitual.

—Fallé… —su garganta se cerró un segundo antes de poder continuar—. Pensé que podría protegerlo… y no fue así.

Julio se quedó a un paso de distancia, observando el gesto de Alzohur. El brillo de angustia en sus ojos era demasiado íntimo, demasiado profundo como para ser solo amistad. Sintió un nudo extraño en el pecho; no era celos, pero sí una incomodidad que no supo colocar.

—Tranquilo… él sigue aquí —dijo Arlik finalmente, como si esas palabras también fueran para sí misma. Se apartó unos pasos, sus manos apretadas en puños.

Horas después, mientras los curanderos trabajaban entre susurros y hierbas, Julio buscó un lugar apartado detrás del pueblo. El aire del claro era más fresco, cargado con el aroma de flores nocturnas que aún no se cerraban. Se sentó sobre una roca áspera, el revólver del Viajero del Velo descansando en sus manos. La empuñadura, tallada con símbolos que parecían moverse suavemente bajo la luz, le producía un escalofrío.

—¿Cómo demonios funciona esto…? —susurró, girándolo entre los dedos.

Recordó las palabras: “Usa tu magia, no balas.” Cerró los ojos y se concentró. Un calor subió por su brazo, hasta el gatillo. Cuando apretó, un haz verde explotó y desgarró la corteza de un árbol, dejando un humo denso y un olor metálico en el aire.

—¡Maldita sea! —retrocedió, el corazón golpeándole el pecho, mirando el arma como si fuera algo vivo. Se dejó caer de nuevo sobre la roca y se cubrió el rostro con las manos mientras el eco se perdía entre los árboles.

Mientras tanto, en el centro del pueblo, la Rosa Umbría extendía sus pétalos oscuros hacia el cielo, como si bebiera la última luz del día. Arlik se arrodilló ante ella, sus dedos hundiéndose en la tierra húmeda.

—Te fallé, Pedro… —susurró con voz ronca—. No merecías esto.

Las memorias de los entrenamientos, las sonrisas compartidas, el esfuerzo de Pedro por superarse, se agolparon en su mente como dagas. La culpa se le clavó en el pecho.

—Arlik… —dijo un anciano aldeano, acercándose con lentitud apoyado en un bastón tallado—. Hiciste lo que pudiste.

Ella apretó los ojos, incapaz de mirarlo.

—No fue suficiente —susurró, las palabras apenas audibles.

Alzohur irrumpió entre las farolas de madera viva, el rostro desencajado y la respiración entrecortada.

—Lo intentamos todo… —dijo con un hilo de voz—. La Rosa Umbría no puede curarlo.

Julio apareció desde el claro, ocultando el revólver bajo su capa. Sus pasos fueron firmes.

—¿Dónde está el antídoto? —preguntó sin rodeos.

Alzohur dudó, sus labios temblaron antes de hablar.

—En la Ciudad Celeste. Allí guardan los pocos remedios contra el veneno del venolisk… pero…

—¿Pero qué? —interrumpió Arlik, su tono agudo, cargado de urgencia.

—La ciudad está en guerra con la Ciudad Carmesí —explicó Alzohur con un suspiro tembloroso—. Las rutas están bloqueadas, los caminos infestados de emboscadas. Nadie entra ni sale sin arriesgarlo todo.

Alrededor, los aldeanos cuchicheaban. Una mujer dejó escapar en voz baja:

—Ni los mercaderes se atreven ya a cruzar… es una locura intentarlo.

—Pero no imposible —intervino el anciano del bastón, sus ojos centelleando con un destello de esperanza.

El silencio se espesó. Julio bajó la mirada hacia su hermano inmóvil. Sintió el peso del revólver en la mano y el latido acelerado de la magia que ahora recorría su cuerpo.

—Entonces… —dijo al fin, su voz firme aunque cargada de emoción—, habrá que arriesgarlo todo. Porque no pienso dejarlo morir aquí.

Arlik levantó la vista, sorprendida por la fuerza en sus palabras, y asintió con lentitud.

Alzohur posó una mano sobre la frente de Pedro, como si quisiera transmitirle calor, luego miró a Julio con determinación.

—Si vas a intentarlo… —su voz apenas tembló—. No irás solo.

El viento trajo consigo el aroma de las flores del pueblo. El crepúsculo bañaba las casas vivas en tonos dorados y púrpuras. En ese instante, los tres entendieron que el camino por delante sería más peligroso de lo que jamás imaginaron… pero no tenían otra elección.

Fin del capítulo 13.




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