Los Cortez y el libro de las hadas

Capitulo 15: Promesas Al Partir

El sol comenzaba a ocultarse, tiñendo de naranja las raíces vivas del Pueblo de la Rosa. En la sala principal de la casa del líder, el aire estaba cargado de tensión.

—¡No pienso quedarme sentado mientras Pedro se muere! —exclamó Alzohur, golpeando la mesa con el puño, la voz quebrada por la desesperación.

Almor, el anciano guardián del pueblo, lo miró con firmeza desde su bastón torcido; sus ojos, profundos como madera vieja, no parpadearon.

—¿Y qué pasará con el pueblo si te vas? —replicó con voz grave—. La Rosa Umbría necesita tu protección. ¿O es que la vida de uno vale más que la de todos?

Alzohur dio un paso al frente; sus labios temblaron antes de hablar:

—¡No es “uno”! Es Pedro… ¡es mi…! —su voz titubeó y tragó saliva—. Es alguien importante para mí.

Almor no cedió.

—¿Y los cientos que viven aquí? Si te marchas, ¿quién mantendrá el escudo de la Rosa? ¿Quién detendrá a las bestias cuando se acerquen?

El silencio se volvió espeso. Julio, desde un rincón, observaba con el ceño fruncido. Arlik, apoyada en una columna, cruzó los brazos y habló:

—Yo iré con Julio —declaró de pronto—. He cruzado caminos peores. Y él… —lo miró de reojo—, aunque no lo admita, tiene razones de sobra para intentarlo.

Alzohur apretó los labios, buscando palabras, pero entonces Julio habló. Su voz sonó extrañamente serena, cargada de una madurez que sorprendió a todos.

—Alzohur… —dijo, sin mirarlo directamente—. Sé que quieres venir, pero… me sentiré más tranquilo si te quedas a cuidar a mi hermano.

Alzohur parpadeó, desconcertado.

—¿Quieres… que yo…? —murmuró apenas.

Julio rascó su nuca con torpeza.

—Tú lo conoces mejor que yo. Y sé que harás lo imposible por protegerlo mientras yo… hago lo que debo.

Por un instante, Alzohur se quedó sin palabras. Esa confesión cargada de confianza lo golpeó como un vendaval inesperado. Finalmente asintió, respirando hondo para contener la emoción.

—Entonces… cuídense los dos. Y tráiganlo de vuelta.

Arlik dejó escapar una sonrisa apenas perceptible, aliviando la tensión.

—No se preocupe —dijo mientras ajustaba su espada—. No pienso dejar que este humano haga tonterías.

Julio soltó un resoplido, medio divertido.

—Eso ya lo veremos.

El cielo se teñía de púrpura cuando Julio ajustó el cinto donde guardaba el revólver. A su lado, Arlik cerraba una mochila llena de vendas, hierbas y algunas armas ligeras. La Rosa Umbría seguía brillando suavemente en el centro del pueblo, como un corazón latiendo en penumbra.

—¿Cuánto tiempo antes de que partamos? —preguntó Julio, su voz ronca pero decidida.

Arlik miró hacia el norte, donde los senderos se perdían entre colinas y riscos.

—En cuanto caiga la noche. La Ciudad Celeste está mejor vigilada de día… será más fácil movernos con la oscuridad.

Alzohur llegó entonces con unas bolsas de provisiones; su rostro se mantenía serio, pero sus ojos se desviaban, inevitablemente, hacia la casa donde reposaba Pedro. Extendió las bolsas hacia Julio.

—Tengan cuidado. Las rutas están infestadas de exploradores carmesí.

—Ellos son quienes deberían tener cuidado —replicó Julio con firmeza—. No dejaré que mi hermano muera.

El anciano Almor, que había estado escuchando, carraspeó con gravedad:

—Si cruzan el puente del Este, estén alerta. Esta mañana lo vieron custodiado por mercenarios.

—Nos encargaremos —respondió Arlik, aunque una sombra de preocupación cruzó fugazmente su mirada.

Un par de horas después, cargados con lo necesario, se acercaron al límite del pueblo. Los árboles crujían con el viento nocturno y la humedad hacía más pesadas las botas. Julio avanzaba en silencio, sintiendo la extraña vibración del revólver con cada paso.

—Detente —susurró Arlik de pronto, levantando una mano. Se agachó, observando el barro del sendero—. Huella fresca… algo grande.

Julio desenfundó el revólver. El silencio se volvió denso y, entre los arbustos, emergió un jabalí de enormes colmillos, gruñendo con furia. No era un monstruo legendario, pero sí lo bastante peligroso como para acabar con ellos si los tomaba por sorpresa.

—¡A la derecha! —ordenó Arlik, saltando entre las raíces.

Julio rodó hacia un costado, levantó el revólver y apuntó. Sintió el calor de la magia fluir por su brazo. Disparó.

El destello verde iluminó la noche, impactando en el hombro del jabalí, que lanzó un chillido agudo. Se abalanzó sobre Julio, pero Arlik interceptó su embestida, clavando su espada en el costado de la criatura. Juntos lograron hacer que retrocediera y se perdiera herido entre los árboles.

Julio respiró agitado, con las manos temblorosas sobre el arma.

—Esto… esto funciona —dijo en voz baja, casi incrédulo.

Arlik le lanzó una mirada entre seria y aprobatoria.

—Controla tu pulso, podrías habernos volado a nosotros también… pero buen disparo.

De vuelta en el Pueblo de la Rosa, Alzohur permaneció junto al lecho de Pedro. El silencio de la habitación solo era interrumpido por el leve crepitar de una lámpara de aceite. Se sentó a su lado y tomó su mano inmóvil entre las suyas.

Recordó una noche semanas atrás, cuando Pedro se había quedado hasta tarde ayudándolo a reparar un canal de agua. Ambos estaban agotados, cubiertos de barro, pero Pedro aún tuvo fuerzas para reír al verlo tropezar con una raíz.

—Eres fuerte, aunque no lo creas —le dijo Pedro aquella vez, secándose el sudor con la manga.

—¿Fuerte? Yo solo cuido flores y casas de madera —respondió Alzohur, sonriendo tímidamente.

Pedro lo miró con esa calidez que ahora faltaba en su rostro inmóvil.

—A veces eso es más difícil que empuñar un arma.

Alzohur apretó la mano de Pedro con suavidad y susurró:

—Vas a volver… lo prometiste, ¿recuerdas? No puedes dejarme ahora.

La lámpara parpadeó, como si también se negara a apagarse.

Fin del capítulo 15.




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