Los Cortez y el libro de las hadas

Capitulo 16: Cenizas Del Pasado

La noche avanzaba como un manto silencioso mientras Julio y Arlik cabalgaban por el sendero. El viento frío les cortaba el rostro, y el crujido de las ramas bajo los cascos de los caballos rompía la calma del bosque. A lo lejos, las luciérnagas dibujaban destellos verdes entre la niebla baja.

—Cerca de aquí hay un pueblo —dijo Arlik, ajustándose la capa mientras sus ojos exploraban la oscuridad—. Tal vez tengan el antídoto. Si tenemos suerte, no necesitaremos llegar hasta la Ciudad Celeste.

—¿En serio? —Julio apretó las riendas, con los músculos tensos—. Entonces no perdamos tiempo.

Apuraron el galope. El olor a tierra húmeda acompañaba el camino… hasta que algo más comenzó a filtrarse en el viento: humo, madera quemada… y algo metálico, como hierro caliente. Julio sintió un escalofrío en la nuca; ese olor le golpeó como un recuerdo insoportable.

Años atrás…

—¡Escúchame, niño! —un hombre corpulento de bigote lo sujetó con rudeza, jalándole el cabello—. Si no aprendes a disparar, te van a matar.

—¡Suéltame, gordo! —Julio forcejeó, con los ojos encendidos de furia—. ¡Sé disparar, pero no pienso matar inocentes! ¿No se suponía que íbamos a ayudarlos?

El hombre bufó y lo arrojó al suelo con desdén.

—Es lo que hacemos, pero necesitamos recursos…

—¡No los piden, los roban! —gritó Julio, levantándose con la respiración agitada—. ¡Matan y violan por diversión! ¡Esto no es lo que quiero!

El hombre se detuvo en el umbral, lanzándole una mirada fría.

—Al principio tampoco me gustaba. Pero no puedes pelear batallas perdidas… Si no te unes, esos lobos te devoran. Mata… o muere, niño.

El recuerdo se cortó de golpe.

El olor a quemado era ahora intenso, mezclado con ceniza y sangre. Chasquidos de madera al romperse y gritos lejanos comenzaron a llegar hasta ellos.

—¡Julio! —La voz de Arlik lo sacudió—. ¡Reacciona! El pueblo está siendo atacado. No podemos entrar de frente, hay que rodear…

Pero Julio apenas escuchaba. En la distancia, el pueblo ardía. Las llamas iluminaban las casas de madera como antorchas vivas, y el humo se elevaba como un monstruo oscuro que devoraba las estrellas. Un grito agudo de mujer atravesó la noche, seguido del llanto de un niño.

Julio se detuvo en seco. Sintió cómo su corazón latía como un tambor de guerra. Saltó de su caballo antes de que Arlik pudiera detenerlo. Sacó su revólver y comenzó a correr cuesta abajo.

—¡Maldita sea, Julio! —exclamó Arlik, espoleando a su caballo para seguirlo.

Las calles del pueblo eran un infierno. Aldeanos corrían con lo poco que podían cargar: mujeres abrazando a sus hijos, ancianos apoyados en bastones, jóvenes arrastrando cubos de agua para sofocar sin éxito las llamas. Los soldados de armaduras carmesí incendiaban casas y acuchillaban sin mirar edad ni condición. Los gritos se mezclaban con el rugir de las llamas, el llanto y el crepitar de la madera.

Una anciana cayó al suelo y fue pisoteada por un soldado. Un perro ladraba desesperado, tratando de jalar a un niño fuera del humo. El aire estaba tan cargado de cenizas que cada respiración ardía.

Arlik apenas pudo reaccionar cuando tres soldados se cruzaron en su camino. Saltó de la montura, espada en mano, y se lanzó contra ellos. El primero alzó una lanza, pero ella la desvió con un golpe seco; el segundo recibió un corte en el cuello y cayó sobre la tierra oscura. El tercero la atacó por la espalda, pero ella giró a tiempo, aunque sin magia de apoyo sus movimientos eran más lentos, cada golpe requería un esfuerzo brutal.

—¡Julio, espera! —gritó, buscando entre el humo, pero no había rastro de él.

Julio avanzaba como un espectro en medio del caos. Los aldeanos huían a su alrededor, chocando con él, gritando sin verlo realmente.

—¡Velocidad! ¡Resistencia! —invocó, sintiendo la magia recorrerle los músculos, la vista agudizándose. El revólver ardió en sus manos mientras disparaba con precisión mortal. Cada destello púrpura iluminaba los rostros aterrados de aldeanos escondidos detrás de barriles y carrozas volcadas.

Para Julio, aquellos soldados no eran desconocidos. Eran las sombras de su pasado, las mismas caras crueles que había jurado olvidar. Cada disparo era una vieja venganza.

—¡Detengan a ese mago! —rugió el jefe de los soldados, señalándolo con la espada.

Seis hombres lo rodearon, lanzando gritos de guerra. Julio apretó el gatillo, sintiendo cómo el poder se acumulaba en su brazo, y una furia oscura le nubló la razón.

—¡Muéranse todos…! —murmuró con la voz quebrada.

El disparo estalló como un trueno. Una luz verdosa envolvió la plaza y una onda expansiva arrasó con todo a su alcance. Las llamas se agitaron como si un viento violento las hubiera empujado. Soldados volaron por los aires… y también varios aldeanos que no alcanzaron a cubrirse. El eco del estallido se mezcló con un coro de gritos y llantos.

Cuando el humo se disipó, Julio vio los cuerpos calcinados. Una muñeca carbonizada entre las manos de una madre inmóvil. Un niño apenas reconocible entre los escombros. Sintió cómo algo se rompía dentro de él.

—¡No… no… NO! —Su grito se perdió entre las llamas. Las lágrimas le nublaron la vista mientras se tambaleaba entre los restos humeantes.

Arlik, cubierta de hollín y con la espada goteando sangre, escuchó la explosión. Corrió entre los escombros, esquivando a un hombre herido que gritaba buscando a su esposa. Pero entonces oyó el sonido de cascos galopando: un ejército diferente irrumpía por la entrada principal.

Eran armaduras celestes que brillaban bajo la luna. Banderas ondeando al viento, espadas listas para segar vidas. Los aldeanos restantes se agazaparon entre las ruinas, llorando y rezando.

—¡Llévense a los prisioneros que aún puedan caminar! —ordenó el líder de los celestes, su voz retumbando como un trueno—. A los demás… acaben con ellos.

Arlik contuvo la respiración al ver cómo dos soldados celestes levantaban a Julio, lo sujetaban por los brazos como a un reo. Él no opuso resistencia. Su mirada estaba perdida, rota, mientras lo arrastraban junto a otros prisioneros carmesí.




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