Los Cortez y el libro de las hadas

Capitulo 26: El Otro Lado Del Reflejo

El bosque que rodeaba la Ciudad Carmesí estaba en silencio, apenas roto por el murmullo del agua de un lago cristalino. La luz del sol se filtraba entre las ramas, tiñendo el ambiente de tonos dorados y verdes. Allí, el grupo de cuatro guerreros se había detenido para descansar antes de continuar su marcha.

Julio y Romburo practicaban magia junto a la orilla, moviendo las manos sobre el agua que reflejaba destellos brillantes con cada conjuro. A unos pasos, Ricat afilaba su espada con movimientos lentos y concentrados. Sin embargo, sus ojos se desviaban una y otra vez hacia Julio, como si las palabras que él le había dicho antes de caer inconsciente todavía pesaran en su pecho.

Xina, siempre observadora, se dejó caer a su lado con una sonrisa traviesa.

—Julio es guapo, ¿no crees, Ricat?

La guerrera se sobresaltó, y la piedra de afilar casi se le resbaló de las manos. Un rubor intenso le subió al rostro.

—N-no me había fijado… ¿Por qué lo dices? ¿Acaso te gusta a ti?

Xina rió suavemente, acomodándose un mechón de cabello detrás de la oreja.

—Claro que no, no es mi tipo. Además, es obvio que a ti sí.

Ricat bajó la mirada, incómoda.

—¿Y por qué lo dices?

En lugar de responder, Xina alzó la voz hacia la orilla del lago.

—¡Julio! ¡Ricat quiere enseñarte a usar la espada!

El joven giró la cabeza, frunciendo el ceño.

—¡No pienso dejar que una mujer me enseñe! —gritó con orgullo.

Las mejillas de Ricat se encendieron como brasas.

Xina volvió a mirarla, esta vez con una seriedad serena.

—¿Lo ves? Puede que sus palabras suenen duras, pero al final… él ya te reconoce como mujer. Quizás no sea la forma correcta de demostrarlo, pero es un comienzo.

Ricat respiró hondo, intentando recuperar la compostura.

—Tal vez… me guste un poco. Pero es más probable que le gustes tú.

Xina negó con la cabeza y posó una mano firme sobre su hombro.

—Si eso fuera cierto, aquella noche se habría acercado a mí y no habría vivido para contarlo. Pero no lo hizo. Fue a ti a quien miró, a ti a quien se acercó. Créeme, amiga… yo te ayudaré.

Mientras tanto, Julio y Romburo continuaban su entrenamiento. El aire vibraba con el eco de los conjuros y el chocar de energías invisibles.

—No deberías cerrarte a aprender de una mujer —comentó Romburo, dibujando un círculo de energía que chisporroteaba en el aire—. Muchas son más poderosas de lo que imaginas. Ricat, por ejemplo: un combate contra ella sería mi final.

Julio apretó los labios, desviando la mirada como si buscara ocultar un pensamiento incómodo.

—Lo sé. Desde que llegué aquí me he encontrado con mujeres fuertes… Es solo que no quiero parecer débil. No cuando sé que podrían matarme con un solo golpe.

Romburo bajó las manos y lo observó con serenidad.

—La fuerza no siempre se mide en músculos o espadas. Tú eres fuerte de otra manera, Julio.

El joven lo miró y, por primera vez, esbozó una sonrisa sincera, como quien empieza a confiar en alguien de verdad.

—Entonces sigamos practicando. Esa magia del tiempo… me salvará en combate.

Lejos del bosque, bajo la Ciudad Carmesí, los túneles subterráneos respiraban humedad y humo. Las antorchas chisporroteaban, tiñendo de sombras las paredes de piedra y dejando un hedor a carbón en el aire.

—¿Elrid, qué haces aquí? —preguntó Eduart de la Espada Negra, al verlo sentado en un barril, masticando carne con calma.

Elrid Puño de Acero lo miró con desdén, todavía con la mandíbula en movimiento.

—¿No lo ves, idiota? Estoy comiendo. Quien cumple con su trabajo tiene ciertos beneficios.

Eduart frunció el ceño, la mano apretando con fuerza la empuñadura de su espada.

—¿Y qué intentas decir con eso?

Elrid sonrió con malicia.

—Que supe de tu fracaso en el Pueblo de la Rosa. Dicen que Alzohur es fuerte… pero jamás pensé que la Espada Negra resultara ser un cobarde.

Los ojos de Eduart ardieron de ira. Dio un paso adelante, y el sonido del metal acompañó su movimiento. Elrid, como si lo hubiera estado esperando, dejó el plato a un lado y se levantó, flexionando los nudillos con una sonrisa ansiosa.

Justo cuando estaban por desenvainar, una puerta lateral se abrió de golpe.

—¿Qué demonios hacen? ¡Está prohibido pelear entre nosotros! —La voz de Deimon, la Espada de la Furia, retumbó en el túnel como un trueno.

Ambos se detuvieron al instante.

—Disculpe, señor… solo era una diferencia sin importancia —dijo Eduart, forzando serenidad.

—Así es, señor —añadió Elrid con fingido respeto—. Solo le recordaba su error en el Pueblo de la Rosa.

Deimon los miró con severidad antes de hablar con voz firme.

—Eso ya no importa. Debemos preparar el ritual. Las armas están siendo encantadas con la energía del humano del mundo físico, pero ese despojo apenas resiste.

Eduart se apresuró a intervenir.

—Vi a dos humanos más, señor. Podemos ir por ellos.

Deimon negó con frialdad.

—Demasiado tarde. El ejército celeste ya viene en camino.

Se volvió hacia Elrid.

—Tú encontrarás al rey de la Ciudad Celeste. En cuanto lo veas, mátalo.

Elrid sonrió, mostrando los dientes como un lobo.

—Con gusto, señor.

Deimon posó entonces su mirada sobre Eduart.

—Tú protegerás al rey Carmesí, al humano y a la Invocadora. No aceptaré otra falla tuya.

—S-sí… señor. —murmuró Eduart, bajando la cabeza.

—Yo me encargaré de Armelius y distraeré al ejército enemigo. Pero no bajen la guardia: él no vendrá solo. Traerá guerreros poderosos.

Dicho esto, Deimon se giró y salió, dejando tras de sí un silencio pesado. Eduart y Elrid intercambiaron una última mirada cargada de odio antes de marcharse cada uno por su lado.

En otra cámara subterránea, iluminada solo por velas, los estantes rebosaban de antiguos tomos y el aire estaba impregnado de polvo y misterio.




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