Los Cuatro Que Llegan Cuando Nadie Mira

CAPÍTULO 1

Me llamo Daniela Ríos y llevo suficiente tiempo en homicidios como para saber que el primer error de un caso no suele cometerse el asesino.

Lo cometemos nosotros.

Amanece cuando abandonó la escena del crimen. El cielo se aclara con una lentitud insultante, como si la ciudad no tuviera prisa en mostrar lo que esconde de noche. Me subo al coche sin encender la radio. Necesito silencio. El tipo de silencio que solo existe cuando sabes que algo no encaja pero todavía no puedes explicarlo.

Conduzco hasta la comisaría con el cuerpo del hombre aún grabado en la retina. La posición de los brazos. La serenidad artificial del rostro. Las cuatro marcas.

Cuatro.

No dejo de verlas.

En el garaje subterráneo me quedo unos segundos con el motor apagado. Respiro hondo. Esto no debería afectarme así. He visto cosas peores. He visto cuerpos destrozados, niños, escenas que se te pegan a la piel como una segunda sombra. Pero este hombre… este hombre parece haber sido colocado para ser encontrado.

Como si el asesino necesitará un testigo.

Yo.

Subo por las escaleras. El ascensor está averiado, como casi siempre. La comisaría huele a café recalentado, papel viejo y cansancio. Es un olor que conozco bien. Un olor que se te mete en la ropa y ya no se va.

—Buenos días, inspectora —dice Morales desde su mesa sin levantar la vista del ordenador.

—No lo son —respondí.

Entró en mi despacho y dejó el abrigo en la silla. El espejo del archivador me devuelve una imagen que reconozco demasiado bien: ojeras marcadas, el pelo recogido sin cuidado, la mandíbula tensa. Cuarenta y un años. Doce homicidios. Demasiadas noches sin dormir.

Enciendo el ordenador y revisó el informe preliminar.

Varón. Edad estimada: 45-50 años. Sin identificación. Sin signos de lucha. Causa de la muerte: estrangulamiento.

Sigo leyendo.

Lesiones post mortem: cuatro incisiones superficiales en el torso.

Cierro el archivo.

—¿Alguna coincidencia con casos anteriores? —pregunto cuando entra Lara, mi compañera desde hace tres años.

—Nada claro —dice, dejándose caer en la silla frente a mí—. No hay denuncias recientes que encajen. Nadie que haya llamado preguntando por alguien desaparecido con esas características. Es como si hubiera salido de la nada.

Asiento.

—Eso nunca pasa —murmuró.

—¿El qué?

—Que a alguien no importa a nadie.

Lara no responde. Porque sabe que tengo razón. Siempre hay alguien. Una exmujer. Un vecino. Un jefe. Un error humano.

Me levanto y voy hasta el tablón de corcho. Coloco una foto del cadáver en el centro. Alrededor, por ahora, solo hay vacío.

—Quiero todo lo que tengamos de la zona —digo—. Cámaras, movimientos bancarios, hospitales, refugios. Y quiero que revisen los últimos homicidios no resueltos de los últimos dos años.

—¿Crees que está conectado?

Miro la foto.

—Creo que alguien quiere que lo esté.

El día avanza entre llamadas, informes y entrevistas sin rostro. A media mañana me informan de algo que me hace fruncir el ceño.

—Inspectora —dice Morales desde la puerta—. Tenemos algo raro.

—Define raro.

—Otra escena.

El trayecto hasta el nuevo lugar se me hace eterno. Una nave industrial abandonada al otro lado de la ciudad. Demasiado lejos como para ser casual.

Cuando entré, el olor me golpeó primero. Sangre seca. Polvo. Óxido.

—No está muerto —dice el sanitario—. Pero apenas respira.

Me acerco despacio. Un hombre joven. Demasiado joven. Atado a una silla. Magulladuras recientes. Y en la pared, detrás de él, pintado con algo oscuro.

Cuatro líneas verticales.

Siento cómo el estómago se me encoge.

—¿Quién te hizo esto? —preguntó inclinándose hacia él.

Abre los ojos con esfuerzo. Me mira como si intentara reconocerlo.

—Ya… vienen —susurra.

—¿Quiénes?

Traga saliva.

—Los cuatro.

Se le cae la cabeza hacia un lado y el monitor empieza a pitar con urgencia.

Mientras los sanitarios trabajan, yo me quedo inmóvil.

Porque ahora lo sé.

Esto no es un caso.

Es una cuenta atrás.

Y alguien acaba de darme el primer aviso.




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