Los Cuatro Que Llegan Cuando Nadie Mira

CAPÍTULO 2

No duermo.

No porque no pueda, sino porque no quiero. Dormir significa dejar de vigilar. Y ahora mismo tengo la sensación de que, sí bajó la guardia, algo va a adelantarse.

Son las tres y doce de la madrugada cuando vuelvo a la comisaría. Las luces fluorescentes parpadean como si también estuvieran cansadas. El silencio es denso, pegajoso. Me preparo un café que sabe a castigo y me siento frente al tablón.

Dos escenas.

Dos hombres.

Cuatro marcas en el primero. Cuatro líneas en la pared del segundo.

No es coincidencia.

Reviso las fotos otra vez. Amplío detalles. Bordes. Distancias. El tipo de pintura. La presión de los cortes. Todo está medido. Calculado. Alguien con paciencia. Con tiempo. Con una idea clara de lo que quiere provocar.

—No es un loco —murmuró—. Es un mensaje.

El joven de la nave industrial sigue vivo, pero los médicos no son optimistas. Daño interno. Hemorragias. Trauma prolongado.

—Si despierta, quiero estar presente —le digo a la enfermera por teléfono.

—Si despierta —repite ella, sin prometer nada.

Cuelgo y apoyó la frente en la mesa.

Los Cuatro.

No puedo evitarlo. Abro el navegador y escribo palabras que no debería estar buscando a estas horas: cuatro símbolos, sectas urbanas, ritual contemporáneo, marcas repetidas.

Basura.

Charlatanes.

Foros llenos de gente que ve señales donde no las hay.

Pero entonces aparece algo distinto. Un informe antiguo. Diez años atrás. Otra ciudad.

Cuatro homicidios en seis meses. Víctimas sin conexión aparente. Marcas simbólicas. Caso cerrado sin culpables.

El estómago me da un vuelco.

Abro el archivo.

Las fotos son malas, pixeladas, pero el patrón es inconfundible. No idéntico. Evolucionado. Como si alguien hubiera aprendido con el tiempo.

—Hijo de puta… —susurró.

Imprimir el informe y lo colocó en el tablón, a la izquierda del primer cadáver.

Ahí está el primer error.

Asumir que esto empieza ahora.

No empieza ahora.

Empezó hace años.

A las seis de la mañana Lara entra con dos cafés y una expresión que no me gusta.

—Tenemos identificación del primero —dice.

—Dímelo.

—Se llamaba Marcos Vidal. Vivía solo. Sin antecedentes. Trabajaba de noche en un almacén logístico. Nadie ha denunciado su desaparición.

Asiento despacio.

—¿Familia?

—Una hermana. Perdieron contacto hace años.

—Quiero hablar con ella.

Lara duda un segundo.

—Hay algo más.

La miro.

—El segundo —continúa—. El chico de la nave. Antes de caer inconsciente repitió una palabra varias veces.

—¿Cuál?

Hambre.

El café se me enfría entre las manos.

Hambre.

No de comida.

De algo peor.

Me levanto de golpe.

—Esto no va a matar —digo—. Va a vaciarse.

—¿Vaciar qué?

Miro las fotos. Los cuerpos. Los espacios.

—Personas.

A media mañana estoy frente a la hermana de Marcos Vidal. Tiene la mirada de quien lleva demasiado tiempo preparándose para una mala noticia.

—Mi hermano no era mala persona —dice—. Solo estaba… cansado.

—¿Cansado de qué?

—De no existir para nadie.

Anotar cada palabra.

—¿Últimamente hablaba de algo extraño? ¿Miedo? ¿Alguien nuevo?

Niega con la cabeza.

—Solo decía que había conocido a gente que le escuchaba.

Levantó la vista.

—¿Gente?

—Sí. Un grupo. Decía que allí nadie pasaba hambre.

El aire se vuelve pesado.

—¿Recuerda algún nombre?

Traga saliva.

—Los Cuatro.

Cuando salgo de la sala de interrogatorios, ya no tengo dudas.

No estoy persiguiendo a un asesino.

Estoy persiguiendo una idea.

Y las ideas no sanan.




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